El verano es la estación de la
fertilidad, en los campos se recogen las cosechas, el mar nos concede la
cabalgadura de las olas. El invierno nos ha traído lluvias prometedoras, da
gusto ver en islas donde llueve poco el reverdecer de la yerba en las cunetas.
Este año el invierno está siendo
más frío que de ordinario, y unos cuantos conocidos han emprendido el último
viaje sin apenas despedirse. Son odiosos los tránsitos bruscos que nos trae la
vida, son duras las visitas tan frecuentes al tanatorio, es terrible contemplar
la caída del féretro en la gran llamarada que lo envuelve y aniquila. La
primavera ha extendido su habitual capota de nubes que nos da el alisio, y ha
sido inevitable la sucesión de días turbios, sin luz. Con tanta lluvia y tanta
niebla hemos llegado a pensar que vivíamos en los Países Bajos, no en Canarias.
Tras las mañanas nubladas y
lluviosas, hemos de entender que cada jornada de este mundo ha sido un regalo
inesperado y que –por lo tanto- nos pueden arrebatar en cualquier momento. Los
dioses son celosos de nuestra felicidad, siempre que pueden nos regatean el
placer, y a los mortales nos cuesta mucho asumir el proceso de que somos
efímeros, insustanciales, imperfectos. Y sin embargo es en la imperfección
donde el ser humano se engrandece. Incluso en los momentos en que hemos sido
sublimes, no hemos dejado de ser criaturas nacidas de mujer. A los emperadores
romanos en los desfiles victoriosos les recordaban que más allá del oropel y de
las coronas triunfales les aguardaba la pira funeraria.
Humanos y por lo tal limitados en
nuestras pasiones y nuestros gozos. De tal modo lo somos que hasta los mesías
que hemos adoptado desde hace milenios también son imperfectos, pues están
hechos a nuestra imagen y semejanza. Cristo, Mahoma, Buda, toda la legión de
las múltiples deidades de Egipto, Grecia, Roma o la India, desde el
dios-cocodrilo a Afrodita, no dejan de ser representaciones de nuestra furia y
nuestro llanto, de nuestra desazón y nuestra espera. Recuerda, cuerpo, no sólo
cuánto se te amó, / no sólo los lechos donde estuviste echado, / sino también
aquellos deseos que, por ti, / en miradas brillaron claramente –dijo Kavafis.
Este hermoso mundo, el único que conocemos, merece ser exprimido en sus mañanas
luminosas, transparentes, copas de sol para ser bebidas de un largo sorbo. Días
como los que suele obsequiarnos la vertiente sur de las islas.
La vida nos trae amores y desamores, derrotas
y triunfos, amigos y odios, desazones y esperanzas. Hemos de sentirnos dichosos
pues nos fue concedido conocer los árboles y los barrancos, los pájaros y los
caseríos, las playas y los cuerpos que alguna tarde remota nos concedieron su
estremecimiento fugaz e inolvidable. No hay que ponerse trascendental, sino
sentir el tiempo que nos vivifica y nos derrota. En la mesa atiborrada de
libros y papeles –tantas ideas sueltas, tantos borrones, tantas páginas
inconclusas- la gata mezcla de siamés y callejero se ha acomodado algo más
lejos de la pantalla, sabe que cuando uno se pone sentimental hay que cerrar
los ojos. Y eso es lo que hace: ronronea feliz y olvidada en su cielo mientras
suena música barroca, la belleza que persistirá cuando ya no estemos.
Ahora que entramos en el umbral
de este 2015, deseemos que la crisis nos vaya abandonando y que seamos capaces
de reverdecer ilusiones, esperanzas que en algunos casos debemos rescatar de la
papelera. A fin de cuentas, como diría Obama, todos podemos reiniciar el disco
duro de nuestra vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario