La casita del guardagujas está junto a la línea férrea, al pie de una
montaña tan empinada que sólo algunos árboles especiales pueden escalonar a
gatas, aferrándose con sus raíces afiladas, agarrándose a los terrones hasta
llegar a la cumbre.
La casita de madera desvencijada a causa del estremecimiento constante y
los fragores. La casita pequeña en un terraplén de veinte metros junto a tres
líneas.
Allí vive el guardagujas con su mujer, contemplando pasar los trenes
cargados de fantasmas que van de ciudad en ciudad. Cientos de trenes, trenes
del norte al sur y trenes del sur al norte. Todos los días, todos los meses,
todo el año. Miles de trenes con millones de fantasmas, haciendo crujir los
huecos de la montaña.
La mujer, como buena mujer, le ayuda a enhebrar los trenes por el justo
camino
La responsabilidad de tantas vidas satisfechas les ha puesto un gesto
trágico en el rostro.
Apenas si pueden sonreír cuando se quedan como suspendidos mirando a su
pequeña, una criatura de tres años, graciosa, delicada, con gestos de flor y de
paloma.
Pasan los trenes con el fragor de hierros y largos metales arrastrados de
toda una ciudad que soltara sus amarras, de tantos fantasmas desencadenados y
ebrios de libertad.
La hija del guardagujas juega entre los trenes de su montaña con una
confianza aterradora. Ignora que los niños ricos de la ciudad se entretienen
con unos trenes pequeñitos como ratones sobre rieles de lata. Ella posee los
trenes más grandes del mundo… y ya empieza a mirarlos con desprecio.
Es un encanto de niñita. Vive despreocupada, suelta como si no quisiera
apegarse a nadie. Se diría que un tren la arrojó allí al pasar como por
casualidad.
En cambio sus padres viven pendientes de ella, la contemplan, mientras
todavía es tiempo, la miman, la adoran.
Ellos saben que un día la va a matar un tren.
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