Como nuestra cultura
tiene una prisa enorme por dejar atrás las malas noticias –guerra de Ucrania, emergencia
climática, alza de precios, desplome económico– no me extrañó que desde el 1 de
octubre algunos centros comerciales ya exhibieran la artillería navideña, los
arbolitos, los adornos, como si el consumo que viene nos pudiera anestesiar de
las contradicciones. A pesar de que habrá menos alumbrado, qué prisa tenemos
por quemar la vida. Pero también hay que pararse a reflexionar de vez en
cuando, por eso en sendos vuelos a Bucarest y Ammán iba pertrechado con libros
de autores en el ejercicio de su madurez. Los nombres prestados, de Alexis
Ravelo, y Mediodía eterno, la última novela de Santiago Gil, que ganó el Pérez
Galdós este año.
Nadie duda que Alexis,
51 años, es un consumado practicante de la novela negra, su reciente premio de
novela Café Gijón contó con el refrendo de Rosa Regás, Antonio Colinas y José
María Guelbenzu en el jurado. Alexis ha sido un currante ejemplar, desde
aquellos tiempos en que trabajaba en el bar del Cuasquías y nos ofrecía un ron rojo
de Jamaica hasta su titulación como licenciado en Filosofía Pura hay un largo
camino de superación personal, desde las primeras novelas que publicó con
Anroart a las que están saliendo en los últimos años el progreso es evidente,
sin olvidar la que dedicó a la guerra civil en La Palma. El mismo confiesa que el
reciente libro lo trabajó siete años, y tuvo numerosas versiones hasta llegar a
la definitiva. Un thriller psicológico, una novela pulida, muy trabajada y bien
estructurada, se sirve de un narrador omnisciente para abordar temas vitales como
el terrorismo y sus secuelas. Deja el regusto de unos materiales bien
manejados, con mucha dedicación hasta dar con la versión definitiva. No es
literatura improvisada, los personajes y los diálogos están muy bien
construidos y, al final del libro, surge con toda su fuerza la historia del
perro Roco, una historia de ternura y desapego.
Santiago Gil, 55 años,
también en gran momento. Su novela premiada aspira a ser la biografía de Jorge
Oramas, transmite paisaje e identidad y se lee con atención. Oramas fue un
aprendiz de barbero enfermo de tuberculosis, se vincula a la Escuela Luján
Pérez y a los 24 años ya es presa de la enfermedad y de la muerte, es
consciente de su destino, conoce la proximidad de su desaparición en plena
juventud y por eso pinta cada vez más claro y luminoso esos riscos sobre la
ciudad, esas aguadoras, esa flora, esos caminos. El pintor entendió el sentido
de la vida y del arte, que no es otro que generar emoción y belleza. Dejó pocos
cuadros pero de una intensidad artística y emocional tremenda.
Un novelista de la
isla, de lo telúrico que tiene el territorio, de los ancestros populares, de los
papagüevos de su Guía natal. Por eso escarba en la psicología de sus
personajes, crea unas tramas redondas y notamos que detrás de sus personajes
está el autor, con sus gozos y
sufrimientos, triunfos y pérdidas. Su obra es amplia y variada, tiene la
habilidad de echar imaginación y construir los episodios de la vida de Oramas
de los que no tenemos información.
En este sentido lo emparentamos con otro escritor de estos tiempos, el herreño-tinerfeño Víctor Álamo de la Rosa, a quien vimos hace poco en la Avenida de La Carrera de La Laguna, cuando advirtió estar en medio de una etapa de silencio, tras la cual no piensa escribir más, algo que no me creo. También crece Lucía Rosa González, a quien el volcán arrebató su casa y buena parte de sus propiedades. Su Diario del Volcán es un testimonio del sufrimiento y las ganas de vivir de los afectados en Aridane, un lugar que difícilmente recuperará su esplendor aunque sus pobladores nunca van a rendirse ante la burocracia, la dificultad de las ayudas y la desesperanza.
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