jueves, 8 de diciembre de 2022

"Las brujas de Telde", análisis desde Sevilla

 

Las brujas de Telde

Hécate, de William Blake. brujas
Hécate, de William Blake. brujas

Este artículo se encuentra disponible en papel en nuestra trimestral nº 40 «El arte del engaño».

El idioma español experimenta en la península ibérica una gradación del norte hacia el sur que tiene en las islas Canarias su última escala antes de partir hacia América. El español americano es hijo del canario, pero el canario está a medio camino entre el peninsular y el del que fuera llamado Nuevo Mundo. El habla de los españoles del sur y de los que iban y volvían de América es la mezcla que configuró solo parte del acervo cultural de los canarios; solo parte porque el mestizaje en el archipiélago fue mucho más amplio. Se calcula que en el siglo XVI ya había miles de africanos procedentes de Marruecos o Mauritania, además de esclavos negros subsaharianos. Todos ellos trajeron consigo su cultura y sus costumbres. La personalidad de ese pueblo mestizo y criollo luego fue también muy influenciada por diferentes visitantes europeos, de flamencos a genoveses, hasta que los británicos dejaron una gran huella, como prueban las iglesias anglicanas y el cementerio inglés de Gran Canaria. Todo capas de identidad que se iban sedimentando sobre la cultura de los moradores aborígenes, el pueblo guanche. 

Hoy, la hegemonía cultural llega a través de las pantallas. De Walt Disney a Netflix, la colonización cultural anglosajona ha ido haciendo tabula rasa de las culturas milenarias no solo de Canarias, sino de todas las naciones. Los cuentos, las canciones, la tradición oral y, a menudo, la idiosincrasia son modulados por las grandes multinacionales del entretenimiento, cuando no, directamente, erradicados. En la comarca teldense, uno de los vestigios del pasado mestizo son las cruces, aunque cada vez hay menos, muchas de ellas han desaparecido al ser derribados los edificios en los que estaban. Gran parte de estas cruces, lógicamente, tienen su origen en decisiones de la Iglesia, pero otras tantas responden a costumbres populares o a la creencia en milagros. Las motivaciones para colocarlas son infinitas, desde la guerra civil a los accidentes de tráfico, pero su profusión ha dado a Telde fama de leyenda, de tierra de brujas. No es extraño que se le cuente eso al visitante. Todas esas cruces sobre las casas y en los caminos eran o son una defensa contra las brujas. 

Las leyendas no son ciertas, pero suelen basarse en hechos fehacientes. En el archivo de la Inquisición de Canarias, que se encuentra en el Museo Canario de Las Palmas, hay referencias a actuaciones del Santo Oficio no solo por los cultos de la población musulmana y judía, sino también por las oscuras prácticas de hombres y mujeres a los que se acusaba de delitos de brujería. Entre 1550 y 1750, estos procesos fueron abundantes en Canarias. No obstante, según el estudioso del folklore canario Lothar Siemens, la brujería como tal fue marginal. No existieron ceremonias como los aquelarres vascos ni cultos al demonio, como hubo en otras latitudes, pero sí «hechos vagos», tales como reuniones al caer el sol o vuelos nocturnos de mujeres que se habían puesto en los sobacos una pomada maloliente. Según consta en la documentación, en El Brezal, entre los Altos de Guía y Moya, se elevaban al grito de «¡Arriba, arriba, sin Dios ni María!». 

También se invocaban diablos para conseguir la atracción de algún hombre o averiguar cómo sería el rostro de un futuro marido. Podían comer una mezcla de sesos de burro con semen o sangre menstrual para volver fieles a maridos de conducta licenciosa; si el conjuro era amoroso, atravesaban con alfileres excrementos de camello amasados con gofio. 

Los primeros procesos estarían, generalmente, dirigidos a moriscas y gitanas del sur de España. En 1662, un expediente contra María del Rosario, alias Brito, acusaba a esta mujer de hechicería. La testigo del caso aseguró que, para conseguir el amor de un hombre, le recomendó ponerse los dedos en los ojos cada vez que lo viese y, dando patadas en el suelo, pronunciar: 

Con dos te veo

y con cinco te encanto,

la sangre te bebo,

el coraçón te parto,

que hagas lo que te mando,

como mando la suela

de mi çapato.

Parece un juego de niños, pero la Brito también fue acusada de «hilar y hazer esteras y escobas para sustentarse», aunque lo más relevante está en el uso del zapato. En otros casos, esta alusión es frecuente no solo para conquistar hombres, sino para invocar al mismo diablo. Ya que, en la creencia esotérica de entonces, se consideraban el golpe en el suelo y la palmada una forma de librarse del bien para invocar al mal y al amor adúltero o ilícito. No por casualidad Siemens proponía que se reconsiderase el significado de los bailes hispanoportugueses, ricos en zapateados y palmas. 

Más adelante, el 12 de marzo de 1653, se registra un caso que revestía mucha más gravedad. Tres mujeres bailaban bajo la ventana de otra con la intención de arrebatarle a un niño al que acababa de dar a luz. Los casos de vampirismo brujeril con criaturas no bautizadas eran abundantes. La superstición de tapar todas las rendijas de la habitación donde duerme un niño no bautizado para que no entren brujas llegó hasta el siglo XX. De hecho, esos bailes eran habituales para espantar a las brujas, aunque, en el caso denunciado a la Inquisición, las tres mujeres pretendieran ocultar sus intenciones participando en esos rituales. 

Los pastores ovejeros de la isla tuvieron pánico a estas mujeres hasta hace pocos años. Las supersticiones los obligan a, si salen de pastoreo nocturno, llevar consigo ovejas negras, pues estas son las que los protegerán contra las brujas y el diablo. Otra costumbre es no ordeñar ni beber leche de cabra entre las doce y la una porque esa es la parte del día en la que estas mujeres adoptan la forma de estos animales y, si se cae en el engaño, lo que se bebe no es leche, sino orines de bruja. A Siemens, quienes habían visto a estas brujas le aseguraron que no iban desnudas, sino con un fino ropaje transparente que dejaba entrever bien sus desnudeces. Es fácil encontrarlas caída la noche, se las puede escuchar reír y cantar: 

De Francia semos,

de Roma venimos:

hace un cuarto de hora

que de allá salimos.

Racimo de uvas,

racimo de moras:

¿quién ha visto dama

bailando a estas horas?

Lo que no logró Siemens, que también era musicólogo, fue que le diesen la melodía de esta canción. «Las brujas cantan esto con la música que le quieren poner…», le dijeron. La cuestión de fondo es mucho más prosaica, todas estas tradiciones forman parte de tabús y tienen esa aura clandestina, no tanto oscura, porque hacían referencia a la prostitución rural, envuelta lógicamente en secretismo y recelos de toda clase. 

Específico de la zona de Telde y también del norte de Gran Canaria era el baile del gorgojo. Se ejecutaba en parejas, formando un cuadrado de dos hombres y dos mujeres. Se celebraba en reuniones sociales. El atractivo estaba en que el ritmo de la música se iba acelerando poco a poco hasta que, llegado un punto, tropezaban unos con otros, algunos se caían, y a las mujeres se les soltaban las faldas… 

El gran escritor Luis León Barreto, al explicar el mestizaje de la isla, aludía al baile del pámpano roto. «Un baile africano típico, de mucha excitación sexual, perseguido por la Iglesia». Otro gran divulgador etnógrafo, Manuel Garrido Palacios, reflejó así, con más precisión, cómo le explicaron en el barranco de Guayadeque en qué consistía dicha danza:

El pámpano roto era una danza-juego en la que las mujeres colgaban de su cintura pámpanos de ñamera de modo que vinieran a taparle la zona púbica, hojas que el hombre tenía que romper con su pene erecto. Así de simple, aunque Luis me rectifica: «No solo en el vientre; también se las ponían por detrás». Pregunto si la danza la hacían desnudos y escabullen respuesta: «Lo que busca viene de sabe Dios, no vaya a creer». Pero concluye: «Si vamos a lo que vamos, el papel del hombre era demostrar su fuerza rompedora».

En su obra más importante, por la que recibió el Premio Blasco Ibáñez en 1981, Las espiritistas de Telde, Barreto introdujo un personaje, Juan Camacho, que encarnaba un fenómeno típico del lugar, el del emigrante que volvía de América. En esas idas y venidas, América aportó a Canarias el espiritismo, la santería, el candomblé brasileño, el vudú y la macumba. Muchos canarios emigrados habían trabajado cortando caña de azúcar hombro con hombro con los africanos. En esa convivencia no solo se produjeron intercambios culturales, también afectivo-sexuales. De esta manera, las prácticas esotéricas originadas en África llegaron a Canarias dando la vuelta al mundo, recorriendo el camino más largo posible. 

En el libro de Barreto, estas supersticiones se comparaban con las gallegas. Esto le decía el redactor jefe al periodista protagonista de la novela cuando lo enviaba a Gran Canaria: «Sabes que allí, como en Galicia, hay una verdadera cultura popular en torno al curanderismo y los asuntos de brujas». Se cita el Llano de las Brujas como un lugar donde las monjas enloquecían, abjuraban de Cristo y se entregaban al señor de las tinieblas. Aunque, pasadas las décadas, lo que ha trascendido del pozo de este paraje es que en él se encontraban los restos de sesenta y cuatro desaparecidos de la guerra civil. 

En este contexto, la obra presentaba a una familia, los Van der Walle, que tenía como guía espiritual a Camacho, que había regresado de Cuba. Esta familia conservaba su apellido intacto, aunque la mayoría acabaron castellanizados. Los Van Damme fueron Bandama; los Artils, Artiles; Mc Kean, Machín, y Proudhomme, Perdomo. Había una realidad histórica innegable. En los años treinta existían en Canarias cuatro centros de investigaciones teosóficas permitidos por la dictadura de Primo de Rivera. Como explicó Barreto en sucesivas entrevistas, el entorno en el que planteó la situación de esta familia era el de un Telde en el que había un setenta por ciento de analfabetismo. Apenas había escuelas, ni siquiera luz eléctrica. Telde era pobre y atrasado, como podían serlo muchos pueblos sicilianos en aquellos albores del siglo XX. La paradoja era que a esos centros espiritistas quien acudía no era el vulgo ignorante, sino la clase alta. La buena sociedad de la época se entretenía con esas diversiones, explicaba el autor. 

Con su obra, Barreto marcó un nuevo punto cardinal en el sur universal que pergeñó Faulkner. Ese tan reconocible en las regiones rusas como en el sur estadounidense; en Irlanda como en Turquía. El Santuario faulkneriano era perfectamente asimilable a Telde, en Gran Canaria, donde una familia en el curso de este tipo de encuentros espiritistas acaba tomando la decisión de asesinar a una de sus hijas después de la muerte de su único hijo varón. Un sacrificio ritual, pero en el que el periodista que investiga el caso en la novela intuye un incesto previo entre los hermanos. 

El asesinato que ocurrió realmente y en el que se inspiró Barreto ha sido calificado como el primer crimen esotérico de España. Un suceso con tal impacto que logró que todas las viejas leyendas de brujería, hechizos y magia negra de la isla recobraran una macabra importancia. En la familia, el padre, Francisco Valido, era herrero, y su mujer, Aurelia Calixto, y sus hijas eran costureras. Trabajaban en casa. El único varón, Fernando, enfermó de tifus. La medicina no logró que mejorara, y la familia, desesperada, empezó a recurrir a un curandero. 

Los rituales tampoco lograron salvarlo y murió. De pronto, una de sus hermanas, Candelaria, empezó a actuar como médium que podía comunicarse con el espíritu de su hermano. Tras días de ayuno y sesiones de espiritismo, Candelaria anunció que su hermano, para poderse sentar a la derecha del Padre, necesitaba un sacrificio. La familia eligió a la más pequeña, Carmen, que logró escapar cuando intentaron estrangularla. La médium, en ese momento, dijo que los espíritus habían escapado del cuerpo de Carmen y ahora estaban dentro del de Aurelia. Para sorpresa de los investigadores, esta hermana aceptó dócilmente su destino. 

Se sentó voluntariamente en una silla, fue atada con un rosario, recibió multitud de golpes con palos y cañas, pero lo que acabó con su vida fueron los dos centenares de incisiones que le hicieron con una lezna, una aguja de hueso de diez centímetros que empleaban en su trabajo como costureras. La mayor parte de los cortes se los hicieron en los pies. Es en este detalle donde se cierra todo el círculo de creencias esotéricas. Eran los guanches, los aborígenes canarios, los que pensaban que los malos espíritus entraban en los cuerpos por los pies. 

Todo se produjo en la calle de Juan Diego de la Fuente, pero el edificio donde estaba su casa fue derribado años atrás. El testigo más evidente es la cercana iglesia de San Gregorio, del siglo XIX, de un precioso neoclásico, y una talla de Nuestra Señora de los Dolores. Cabe preguntarse si esa familia no emuló el martirio de la Virgen. La estatua que veían cada vez que asistían a misa, obra de Silvestre Bello, es una Mater Dolorosa apuñalada con un estilete. Fuera de estos muros blancos, en la misma calle, bancos, tiendas de telefonía y centros de belleza nos muestran que los dioses paganos a los que adorar ya han sido relevados por otros. 

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