En estos tiempos de incertidumbre, hay que
agarrarse a lo que sea. A la pareja, a los hijos, a los nietos el que los
tuviera. Y no asomarse demasiado a la farsa cotidiana. Aunque la farsa en sí no
sea mala cosa, recientemente Rosario y yo estuvimos viendo teatro en Madrid, el
viejo vicio que una y otra vez pasa a revisitar a los amigos y sumarnos a las
representaciones. Siempre he pensado que la cartelera de la capital es
envidiable, por su cantidad, por la variedad de propuestas, hay muchas salas
digamos tradicionales y cada vez hay más salas alternativas. Y ahora hemos
visto una nueva versión de El diablo cojuelo, con un grupo catalán de payasos,
otra obra basada en una adaptación de La tempestad de Shakespeare, y finalmente
una propuesta con Javier Cámara en el Valle Inclán de Lavapiés, repleto hasta
los topes.
Madrid, esa mezcla de gran ciudad y
poblachón manchego. Porque en tarde de domingo veníamos en taxi por la Calle
Mayor y nos cerró el paso la procesión de la patrona de Andújar, Jaén, con
banda de música y buen acompañamiento. Los extranjeros no paraban de hacer
fotos. La primavera traía el brillo del sol, las calles repletas de gente,
aunque ya no era tiempo de rebajas. Después de la larga pandemia, la gente
disfruta el estar sin mascarilla, los bares y los restaurantes con mucha animación,
la gente joven muy bulliciosa en los fines de semana. A la hora del almuerzo se
hacía difícil encontrar sitio libre, a las 3 de la tarde Madrid parece una
ciudad rica y esplendorosa. Eso sí: los nuevos urbanistas puestos a reformar una
vez más la Puerta del Sol y la Plaza de España lo primero que hacen es quitar
fuentes, lenguas de césped, arbolado, solo quieren espacios deshumanizados.
Da la impresión de que la capital se ha
fortalecido, a pesar de que oficialmente perdió 50.000 habitantes en el 2020 y
otros tantos en el 2021, por aquello de que la gente quiso emigrar a chalets en
el campo. Pero el hecho de que aparentemente haya concluido la fase más grave
del Covid hace que el personal exhiba las ganas de vivir. No cabe duda de que
la estrategia de mantener la hostelería, los bares y los teatros, le funcionó a
la señora Díaz Ayuso.
A estas alturas, la presidenta está
imponiendo su marca, aunque el señor Feijoo ha llegado para imponer un poco de
orden y para aparentemente limitar los efectos narcisistas de los líderes
regionales. Para colmo una cubano-hispana casi gana en la feria de Eurovisión,
con lo cual el patriotismo se desbordaba por todas partes, incluidas la
exhibición de las banderitas rojigualdas. Cualquier motivo de alegría es bien recibido.
El tema que cantó y bailó Chanel parece uno
de esos híbridos fabricados entre el Caribe y Nueva York, entre rap y reguetón,
que tanto éxito alcanzan. La letra es insulsa, casi ininteligible, en ese
espanglish que tanto se lleva, con mezcla al cincuenta por ciento del español
americano y el inglés puertorriqueño. No importa gran cosa, de lo que se trata
es de conseguir una buena coreografía y de acompañarla con muchos efectos
digitales. Pero creo que era mejor tema el ¡Ay, mamá!, de la Bandini.
Chanel supo mostrar el trasero. Su cuerpo
trabajado en gimnasios y con profesionales del baile denota un invencible deseo
de triunfar, ha tenido oficio y disciplina durante años de aprendizaje. Y qué duda
cabe de que actuó bien, fue muy aplaudida y, en definitiva, dio una alegría a
este alicaído país donde la subida del coste de la vida y la inflación hacen
estragos. Al día siguiente de su importante triunfo dio un pequeño recital en
la Plaza Mayor, aunque ahí ya no estábamos. Ni tampoco habríamos podido, porque
hubo un control del aforo muy riguroso.
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