Kevin
Acosta tenía un ataque de nervios. Era un joven y arrogante valor de las letras
locales, había escrito ya tres obras y estaba a punto de comerse el mundo,
porque había presentado su novela en veintisiete municipios de las islas, hasta
acudieron varias concejalas de Cultura que lo felicitaron cordialmente, incluso
consiguió varias novietas que escribían poesía y admiraban su talento. Pero
ninguna de las tres obras estaba siendo exhibida en la feria del libro de su
ciudad, lo cual lo tenía a mal traer. Un amigo suyo, ya curtido por tales
avatares, le daba consejos. Si ningún título tuyo ha estado presente en los
puestos ello puede deberse a varias razones, trataba de explicarle. En primer
lugar, tu editorial radica en Tenerife, que casi es decir Tegucigalpa, y desde
allí los envíos tardan en llegar una enormidad. Ten en cuenta que hay aduanas
que todo lo paran, los jodidos Cabildos quieren hacerse ricos cobrando por
todo, incluso por la cultura. También
puede ser –supuesto número dos-
que preguntases en una de las caseta de solo exhibición, donde no se pueden
ofertar los volúmenes, tan sólo se muestran con advertencia de ver y no tocar.
Tal vez –supuesto número tres- el editor se lleve sólo regular con alguno de
los libreros o encargados que regentan las casetas. O –caso número cuatro- que
el distribuidor no haya enviado todavía los ejemplares pero quizá lo haga la
semana que viene, si se lo recuerdas con tiempo. A lo mejor llegaron dos, y en
cuanto alguien los compró no fue posible reponerlos porque a la Feria no se
puede vender directamente. Nunca directamente, sino que es preciso pasar por
caja de librería, y traer un albarán que justifique la operación.
-Vamos a ver si encontramos sus textos
en el depósito -le dijeron en la caseta de un ilustre establecimiento, uno de
esos pocos que aún no habían devoradas por los grandes almacenes.
-Es que quiero regalarle uno a mi prima
–dijo, ansioso.
-El año pasado teníamos dos ejemplares del último. A lo mejor no los tenemos porque ya salieron. Pero no podemos reponerlos porque no nos queda espacio para las novedades. De todas formas si viene el lunes le podremos decir algo.
-Pero el lunes la feria ya habrá acabado, señorita.
-Lo siento, caballero. Según las normas,
los libros tienen que entrar por librería, no por Feria. Porque la feria es de
los libreros, no de los jóvenes caprichosos que se creen Vargas Llosa. Y en
cuanto a eso que me dice, le aclaro: si quiere estar bien exhibido, escriba
sobre los mojos y el escaldón de gofio, la ropavieja con pulpo o los batidos de
tunos, o mejor aún: hágase un bestseller. Algo que conecte con el gran público,
¿sabe usted? No esa literatura de vía estrecha que hacen algunos sino un tema
grande, un asunto universal con un estilo ligero, una novela negra que hable de
los malvados sin barroquismos ni cosas raras, escriba sobre los narcos de aquí
pero con una prosa al alcance de la mayoría. Porque usted sabe que la
literatura regional ni es literatura ni es nada. ¿De acuerdo? ¿Y por qué no se
presenta al Planeta, eh? De lo contrario no se lo arreglan ni en el Corte
Inglés de Valsequillo.
Ante todo ello, decidió ponerse en
medio del parque con un cartelito que ponía: “Vendo mi libro, con descuento.”
Pero la organización de la feria, hábilmente alertada, llamó a un seguritas y
lo obligaron a quitar la oferta.
-Usted es un advenedizo y está haciendo
competencia desleal –le dijeron-. Los libros sólo los vendemos nosotros.
Así que lo mejor sería dedicarse a la vida pastoril, porque las ferias del libro son una invitación al suicidio. Con lo bien que le habría ido vendiendo pisos o abriendo un asadero de pollos, o un puesto de perritos calientes. A ver si en la próxima reencarnación lo tiene más claro.
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