Michel
Houellebecq, el provocador, frívolo, depresivo y despiadado novelista francés Premio
Goncourt ha sacado a la luz una nueva obra,
Serotonina (Anagrama, 2019), una prosa en la que nos trae de nuevo su
ironía, su sarcasmo, su despiadada mirada sobre las relaciones humanas, las
hipocresías y los miedos de nuestra sociedad. Suele haber en su obra un
arranque español, ya lo hubo en Lanzarote,
aquella novela de pocas páginas que a nuestro modo de ver estropeó una ocasión
para devolvernos la mirada sobre lo que somos aquí, este archipiélago
architurístico. Y ahora la acción comienza en Almería, playas ardientes, mucho
sol, abundantes tentaciones y sexo, siempre sexo en estado de efervescencia o
como recuerdo triste de lo que fue y ya no es. Y Franco consagrado como el
inventor del turismo de masas, Franco admirado en las escuelas internacionales
de hostelería.
En
Lanzarote, su brevísimo libro,
ilustrado eso sí con buenas fotos, se limitó a ser displicente, a no mirar lo
necesario, a caminar a saltitos por la piel rugosa del volcán con el ojo vago
de los que no quieren ver demasiado. De tal modo que el libro no era siquiera
un relato, era más bien un anecdotario. Como provocador, lanzó dianas aquí y
allá, proclamó que los árabes siguen una religión ridícula, habla de lesbianas
que también se acuestan con hombres, se detiene apenas en los conflictos de un
policía belga dispuesto a sumergirse en la secta de los azrelianos, que
pretenden renovar la humanidad a través de los extraterrestres. Pero no le
interesó la arquitectura, ni tampoco la obra de César Manrique, ni la Cueva de
los Verdes ni los miradores ni los blancos caseríos. Quiso hacer una
radiografía grotesca y banal después de mirarse al ombligo. El libro descuidado
se lee de un tirón, eso sí. ¿Cómo no iba a ser así si lo más profundo que
contiene es la descripción final de las erupciones volcánicas escrita hace
trescientos años por el cura párroco de Yaiza?
Serotonina puede ser el retrato
de una sociedad en cuidados paliativos, atiborrada de calmantes y con pocas
erecciones, los antidepresivos son cada vez más necesarios para la
supervivencia pero, muerto el deseo, ya solo queda iniciar la cuesta abajo. Por
eso el protagonista se entusiasma finalmente con las armas, por eso uno de sus
más íntimos amigos se suicida en plena algarada de agricultores y ganaderos
desposeídos de su comodidad por las nuevas normativas comunitarias. En el
camino el autor nos ha ido contando las traiciones a uno mismo, la pérdida del
amor, las cobardías cotidianas, la cuesta debajo de la decadencia personal que
ya no hay forma de remediar. Esas mujeres que aparecen como fantasmas
desvaídos, que nos dieron instantes ya olvidados de placer, y de las que ahora
solo queda una remota culpa y el deseo de aniquilación porque no fuimos capaces
de entender lo que aportaban. Y no es otra la lectura de fondo de esta radiografía
de la muerte del placer, la caída permanente hacia la nada de la que brotamos y
a la que regresaremos más pronto que tarde.
Una
mirada sobre la Europa aburrida y decadente, la Unión repleta de normas y
rigideces, un territorio de baja natalidad que necesita como agua de mayo una
legión de inmigrantes difícil de digerir. Es fácil reconocer la deuda de este
nuevo libro con obras anteriores, como Lanzarote
(2000), Plataforma (2001), o El mapa y el territorio, (2010), aunque
el escritor exagera ahora la caricatura de sus tópicos. Pero Serotonina se
entrelaza, sobre todo, con el retrato triste e intimista, claustrofóbico de la
derrota personal, el cansancio de vivir, un cierto nihilismo que viene de lejos.
La obra de Houellebecq se parece al vuelo de un mosquito que va y viene, que se
aleja pero regresa en busca de dejar su señal en la piel. Es un vuelo
recurrente, un zumbido que sabemos reconocer en cuanto leemos unas pocas
páginas. Es una prosa punzante, es el fruto iconoclasta de una mente
republicana, es la irreverencia del laicismo, el viejo espíritu de la
Revolución Francesa. Desde este punto de vista, nos atrapa. Ese zumbido molesto
que acaba por transmitirte el deseo de conocer su próxima entrega, y aunque nos
propongamos ingerir los medicamentos adecuados, vuelve a transmitirnos la
fiebre de la curiosidad, una cierta obsesión para la que no hay remedios.
Y
volviendo al tema recurrente de estas últimas semanas, casi otro vuelo de
mosquito que va y viene obsesivo, hemos de reafirmar que el panorama
postelectoral ya cansa, y lo peor es que su desenlace va a hacerse esperar. Todo
esto parece una partida de dados, una comedia con exceso de tics. ¿Vamos a ser,
ya definitivamente, un país ingobernable? Pues pensábamos que era positiva la
desaparición del bipartidismo, y ahora resulta que el partido que gana las
elecciones tiene muchos contratiempos por delante, ya que, al verse obligado a
pactar con tanta gente, encuentra demasiados obstáculos en el camino. Empezando
por los socios de su misma ala ideológica, que según parece ponen altas sus
demandas para firmar cualquier pacto de gobernabilidad.
El
votante percibe el espectáculo con mucha perplejidad, y se pregunta si no sería
recomendable introducir una segunda vuelta que, por fin, designe al ganador con
suficiente margen de maniobra para que pueda formar gobierno en la nación, las
autonomías, los entes locales. Ahora hay cinco grandes partidos, que
representan más líneas de pensamiento, más corrientes que las que cabían en el
PSOE y el PP. Pero, tanto por la derecha como por la izquierda, sigue habiendo
dos bloques de pensamiento, aquello de las dos Españas que nos pueden romper el
corazón. Hay más oferta donde elegir acomodo, hay izquierdea radical y hay
extrema derecha, pero lo que presumíamos como avance se está evidenciando como
una complicación. ¿Y si fuera preciso volver a nuevas elecciones antes de final
de año, ello no iba a erosionar de modo grave la participación? ¿Cómo decirle a
un ciudadano hastiado que vaya otra vez a las urnas, si, previsiblemente, los
resultados de unos nuevos comicios apenas iban a ofrecer variantes convincentes?
Muchas
egolatrías, todos exigen su parte de la tarta, y pocos piensan en los intereses
generales. Hay sobreactuaciones, muchos actores mediocres, y la comedia puede
convertirse en tragicomedia. Es de esperar que, antes de que llegue Papá Noel
con la fanfarria navideña, los Reyes Magos nos traigan el milagro de conseguir
una clase política que no nos siga dando la tabarra desde ahora hasta el día
del juicio final.
No hay comentarios:
Publicar un comentario