Según el más alto órgano judicial de nuestro país, Franco fue jefe del Estado desde que vino al mundo. Ya el 1 de octubre del 36 merecía esa alta consideración aunque el presidente legítimo era Manuel Azaña y estábamos tan solo en el comienzo de la triste guerra civil. Así que el Tribunal Supremo, supremo reducto de la imparcialidad, tiene claro que por ahora el caudillo no debe salir del Valle de los Caídos. Y si sale debe ir a La Almudena, entrando bajo palio, naturalmente, como lo hacía durante décadas, pues esa catedral es el sitio más que adecuado para que reciba la máxima veneración popular. Recordemos que la iglesia de El Palmar de Troya, con el papa Clemente, lo declaró santo. Como todos los césares romanos, no en vano estaba investido por la gracia divina, igual que los reyes.
Estamos
atravesando días de alucinaciones, porque la carajera que montan nuestros
políticos se enreda un día sí y otro también.
Con los ilustres ciudadanos que tenemos como líderes políticos, no será
extraño que el panorama de los pactos de nuevo resulte más que complicado.
Mucho nos tememos que las semanas vayan pasado con los consabidos pulsos y
ninguneos, yo no voy a apoyar a aquel, ni me voy a juntar con este otro, de lo
cual se deduce que incluso nos amenazan con irnos a nuevas elecciones, una, dos
y tres. Se supone que los receptores de los votos recién depositados deberían
reflexionar acerca de los intereses públicos, sobre el servicio a la
colectividad, y deberían hacerlo más allá de sus simpatías o antipatías
personales, más allá de las operaciones de acoso y derribo, más allá de las
querellas de salón, las cuchilladas y las venganzas. Con el desaliento
pisándonos los talones, tal vez sucede una cosa muy simple: la democracia
representativa no servirá para mucho si tenemos presente la tendencia a la
banalidad de una parte notable de los políticos, su escasa seriedad a la hora
de representar a los votantes.
En
todas las situaciones los pactos se plantean, preferentemente, contra alguien.
En la política española los acuerdos a favor de algo o alguien se antojan más
raros que ganar el euromillón. En Madrid se hacen contra Manuela Carmena o
contra Ángel Gabilondo. En Barcelona iban a ser contra Ada Colau pero ahora se
disponen contra Ernest Maragall. La derecha quiere pactar contra los populismos
y los independentistas, aunque para ello tenga que abrazarse a la derecha
xenófoba y preconstitucional. La izquierda ofrece pactar contra la derecha
extrema, aunque sea a base de entregarle la presidencia o la alcaldía a esa
derecha a quien lo único que le molesta de pactar con los ultras. En fin: el
avispero tradicional. Vamos a ser como Italia, con gobiernos en precario, nunca
más mayorías cualificadas. Lo bueno de todo esto es constatar que, a pesar de
que llevamos bastante tiempo sin un gobierno estable, las instituciones siguen
funcionando, los alumnos reciben sus clases, los enfermos acuden a los
ambulatorios de la Seguridad Social, los tribunales siguen tramitando los
procedimientos habituales, etcétera.
El
panorama es embarullado, contradictorio e indefinido. El votante se pregunta
por el camino de la papeleta que deposita en la urna y, por mucho que se
esfuerce, no le encuentra respuestas. Como han coincidido las generales, las
locales, las cabildicias, las autonómicas, las europeas y todas las demás, la
confusión es total. Surgen todo tipo de carambolas, algunas con mucho
contrasentido. El fraude electoral salta a la vista, pues muchas veces quien ha
ganado las elecciones con mayoría suficiente no consigue gobernar. En Canarias
tenemos muchos ejemplos al respecto. ¿Y para qué sirve haber pasado de 60 a 70
diputados si, a pesar de esa burla de la lista regional, el resultado hace que las
cosas sigan exactamente igual que antes?
A la hora de conformar el próximo gobierno autonómico puede haber todo tipo de
cabriolas, algunas de ellas bastante impresentables. Victimismos, chantajes, y
que todo siga igual que siempre. ¿Ha servido para algo la reforma de la ley
electoral? Nos queda atravesar el calvario de unas semanas en las que nada será
lo que parece, y los pactos contra natura harán que perdamos otro poquito de
confianza en quienes nos representan. Pues ellos tienden a hacer cosas que no
se nos pasaban por la cabeza cuando fuimos a votar.
Hay
por ahí un anuncio de una marca de cerveza con una mujer que baila bajo el agua
y que, en un momento determinado, se ve atenazada por una gran cantidad de
plásticos en el fondo del mar. Es un anuncio muy bueno, y que debería hacernos
reflexionar acerca de los desastres medioambientales, asunto que al jerarca
Donald Trump no le quita el sueño ya que lo suyo es hacer dinero, más dinero,
mucho dinero, aunque los demás se fastidien. La humanidad afronta un riesgo
existencial en 2050, dentro de apenas treinta años, debido a las consecuencias
del cambio climático. Un estudio publicado por The Breakthrough National Center
for Climate Restoration augura una alta probabilidad de que la civilización
humana llegue a su fin para ese año. Además,
la organización australiana asegura que para reducir los riesgos y conservar a
los humanos, es necesario construir un sistema industrial con cero emisiones lo
antes posible. Si no se toman medidas urgentes, describe un escenario
apocalíptico donde existirán condiciones imposibles para la supervivencia de la
especie en gran parte del mundo. Los autores advierten de que los impactos del
cambio climático en aumento suponen grandes consecuencias negativas. Además, añaden
que estas consecuencias nunca se pueden deshacer, ya sea aniquilando la vida
inteligente o recortando de forma permanente y drástica su potencial. A lo largo del informe se presenta un
aterrador escenario en el que la humanidad llega al colapso y en el que se
enfrenta a consecuencias climáticas irreversibles protagonizado por el aumento
de las temperaturas, incluso, por encima de las que puede soportar el ser
humano en algunos lugares del globo, la falta de agua y el avance de la
desertización conducirán a guerras para
la obtención de recursos. En los próximos diez años, los autores consideran
insuficientes las medidas establecidas en el Acuerdo de París. Además, prevén
una subida de la temperatura media del planeta al menos en 1,6 grados
centígrados. Las retroalimentaciones del ciclo del carbono y el uso continuado
de combustibles fósiles aumentarán las temperaturas en 3 grados centígrados en
2050. En definitiva, se prevé un colapso universal, nuestros hijos y nuestros
nietos podrían recibir una herencia poco apetecible.
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