Con cierta
frecuencia por las mañanas nos enteramos de noticias que preocupan. En los
últimos tiempos los actos vandálicos se están multiplicando, y sus causas deben
ser variadas y complejas. Alguien decide de madrugada salir de caza y se pone a
incendiar coches aquí y allá, causando daños importantes a los patrimonios de
gente modesta. Suele suceder en barriadas periféricas, pero nos tememos que la
racha se va a extender si no se captura a los culpables. Un desafío para las
autoridades policiales pero también para las familias, las asociaciones de
vecinos y las asociaciones de padres y madres de alumnos en los centros de
enseñanza. También sucede que hay asaltos a centros escolares, no solo con el
propósito de llevarse ordenadores sino para hacer daño. ¿Y qué decir de los
destrozos en parques, en monumentos, en yacimientos arqueológicos,
supuestamente realizados por adolescentes? El vandalismo es un síntoma de que
algunas cosas no marchan bien.
Vivimos en una sociedad con
tendencia a no condenar los actos violentos, en cuanto los medios de
comunicación los registran en la crónica de actualidad hay mayor posibilidad de
que sean imitados. Quizá todo ello sea también una consecuencia malsana del modelo
social. Pero estos actos que estamos comentando deben tener otro origen, acaso
son consecuencia de un estado de malestar más generalizado de lo que se piensa.
¿Por qué si no atacan el parque de la Libertad en Vecindario, o pintan grafitis
en el monumento a los nadadores de Las Canteras, o los presos queman colchones
y provocan vandalismo en la cárcel Las Palmas 2, o alguien estropea el mural
que homenajea los sucesos de Sardina del Norte, un hecho lejano en tiempos de
la dictadura franquista? Se trata de acciones múltiples, que tienden a ser
imitadas en cuanto se producen. En las ciudades de medio mundo se vienen
produciendo acciones de este tipo y los psicólogos señalan que aunque
habitualmente se atribuye el vandalismo al efecto del alcohol y las drogas, no
todo tiene que ver con estas adicciones. Si la policía apresa a los culpables,
será un atenuante declarar que estaban ebrios o drogados cuando actuaron, y, si
son menores, el juez puede mandarlos a rehabilitación. Paralelamente, los casos
ejecutados por menores contra las instituciones educativas han ido en aumento,
del mismo modo que se ha incrementado la violencia de padres a educadores.
Los expertos señalan que el
vandalismo hay que entenderlo más por el lado de la psicología de masas, del contagio.
Pero también creemos que este es el resultado de otros factores
socioeconómicos: el elevadísimo paro juvenil, las familias desestructuradas, la
falta de oportunidades. ¿Es de recibo que ante la noticia de que se inaugura un
hotel en la zona de Alcaravaneras de la ciudad de Las Palmas, que ofrece poco
más de 60 puestos de trabajo, se forme una cola de 1.500 aspirantes? ¿No será
que esta sociedad aparentemente próspera, aunque con unas grandes bolsas de
pobreza en su interior, está siendo incapaz de integrar a sus capas menos
favorecidas?
En el diario digital
Granada Hoy se ha publicado un informe titulado El vandalismo como fenómeno
emergente de las grandes ciudades andaluzas, de los profesores Mario Jordi
Sánchez y Francisco Aix García, en él no solo se constata el incremento de
estas acciones sino que se cuestiona que sean adolescentes y menores los que
las realizan. Destacan los autores que hay descontento de los más jóvenes ante
las consecuencias de la crisis, hay apatía y también malestar al observar que
la corrupción se ha extendido como una lepra en los ayuntamientos sin que la
administración actúe.
También sabemos que
en las ciudades más pobladas existe la tendencia de que los llamados
“poligoneros” se unan para actuaciones contra el vecindario. Tenemos la
impresión de que en esos grupos que se dan en barrios de las principales
ciudades hay muchos adultos. Se forman
bandas cuyos componentes tienen en común la incomprensión, el rechazo, los
problemas familiares, la desestructuración. Se muestran en contra de la
sociedad, están disconformes con el ambiente en que viven, este es un fenómeno
que el cine retrató hace mucho tiempo. Por ejemplo en aquella espléndida West Side Story neoyorquina ya se
constataba el poder de las bandas juveniles, su desafío a la autoridad. Parece
que el trastorno antisocial se establece entre los 12 y los 15 años, y consiste
en que el adolescente cree que no tiene que arrepentirse de sus actuaciones. La
desigualdad económica, la gran diferencia entre pobres y ricos y la dificultad
para salir del barrio pueden ser determinantes. Estos actos suelen realizarse
en grupo como consecuencia del descontento, por la insatisfacción que sienten
sus componentes, pero también se dan a veces como forma de celebración de un
triunfo deportivo, en medio de fiestas populares como los carnavales, es decir
en momentos en que se incrementa el consumo del sustancias estimulantes. Pero
esto no quiere decir que haya que relacionar el vandalismo con ambos elementos,
seguramente son otras las motivaciones.
Tenemos altos
índices de fracaso escolar, somos la región de España donde la gente se
divorcia más, a pesar de la pequeña recuperación de la economía el paro sigue
haciendo estragos particularmente entre los jóvenes. Además, parece que existen
una serie de factores biológicos, psicológicos, familiares y sociales que influyen
en estas actuaciones. Se generaría, entonces, un trastorno antisocial de la
personalidad, que en el sector juvenil o adolescente se traduce en trastorno de
conducta disocial. De lo que se trata es de infringir las normas implantadas
por la familia, los compañeros, el colegio o la sociedad. Según los psicólogos
y los sociólogos, esta psicopatología es más frecuente entre varones que en
mujeres. Presuntamente, estamos en los ámbitos de capas sociales de clase
media-baja, y quienes lo padecen son personas con poco nivel de formación
incapaces de plantearse objetivos a medio-largo plazo en la vida, muestran falta
de motivación de cara al progreso personal, viven en una burbuja de apatía y no
les preocupa la obtención o conservación de un empleo. La pérdida del modelo
familiar tradicional también debe afectar, y, según los estudios realizados,
los niños que han experimentado malos tratos ya sean físicos o psicológicos,
así como los jóvenes que no reciben suficiente afecto por parte de sus
familiares, tendrán más posibilidades de sentirse inadaptados, y por lo tanto
pueden desarrollar más fácilmente este tipo de conductas. Con todo ello, nuestras
islas tienen una doble imagen: paraíso turístico de tarjeta postal y barrios
marginales, Primer Mundo y Tercer Mundo en pocos kilómetros. Cara y cruz.
(Foto: La Provincia)
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