Vivimos en un mundo
en el que nada es verdad ni mentira, sino que todo es según el color del
cristal con que se mira. Por ejemplo: se me apetece echar un viajito ahora que
parece que las tarifas están moderadas. Así que entro en la página web de la
línea aérea y marco las fechas. Qué bien, me dije. Un precio moderado para ir a
Barcelona. Además, me apetece ir a Senegal. Tan solo me falta subir a la planta
alta para recoger el pasaporte y la tarjeta de pago. Bajo en 45 segundos y
cuando entro de nuevo en la web, aquello que valía 52 ahora vale 130 y lo que
costaba 320 ahora sale por 479. Y si pulsara de nuevo tendría que pagar mucho
más. Es decir que el gobierno ha conseguido imponer precios bajos pero los
diseñadores de los algoritmos que gobiernan el mundo se organizan. Pues si
marcamos que deseamos ir a Alicante, Marrakech, Praga, Montevideo o donde sea, toman
buena nota de nuestra petición, su mecanismo se ha dado cuenta de nuestras
intenciones y están preparados para, si insistimos, subirnos el precio. Por
supuesto que han subido los billetes desde que el gobierno anunció la
bonificación al 75 por ciento, este país nuestro es un cachondeo. Todo por culpa de los algoritmos,
las pautas que se le dan a la informática. ¿Qué son los algoritmos? La
palabreja viene del griego y del latín, y designa un conjunto de instrucciones
o reglas ordenadas que permiten llevar a cabo una actividad mediante pasos
sucesivos. Cuando usted pulsa en la web ya dispara ciertos mecanismos
diabólicos. Un algoritmo es una
secuencia de pasos que permiten solucionar un problema: obtener la mayor
ganancia posible para nuestros enemigos, los que nos venden los servicios. Todo indica que las
compañías se han puesto de acuerdo para fastidiarnos la vida, el gobierno
regional confirma que ya hay muchas denuncias al respecto.
Hablando de otra
cosa, en cierta ocasión quise visitar a un familiar que se encontraba
hospitalizado. Busqué el teléfono del centro y cuando me salió una amable
señora en la centralita le manifesté mi propósito de saber si esa persona se
encontraba allí.
-No se lo puedo
comentar, porque lo prohíbe la ley de protección de datos.
Como estaba en otra
isla, y tenía previsto presentarme allá en un par de días, no le di mucha
importancia. Así que tomé un coche de alquiler y llegué a la recepción del
centro hospitalario.
-Hola, buenas
tardes. Sé positivamente que mi tía está internada aquí. ¿Por favor, me puede
decir en qué habitación está?
-Lo siento,
caballero. Pero lo prohíbe la ley de protección de datos.
-Al menos puede
usted decirme cuántas zonas hospitalarias tiene este centro?
-La A, la B y la A
con la C. Tenemos una planta baja y la planta alta.
-¿No puede ayudarme
un poco más?
-Lo siento,
caballero. Me lo prohíbe la legislación vigente.
Pensé que debía
recurrir a soluciones drásticas. Mi mente me lo estaba sugiriendo: Si tiene
alguna duda, llame usted al comisario Villarejo, el único que lo sabe todo. Enseguida
me lo borré de la mente, ni siquiera iba a preguntarle sobre la princesa Corina
y sus amantes.
Me sentí explorador
en el Congo. Era la hora de la merienda, y las ayudantes de enfermería estaban
recorriendo las habitaciones con las consabidas infusiones, el café con leche, las
galletitas y algún yogur. De las habitaciones salía un olor a pis, a
excremento, a colonia barata, a ambientador de lavanda. La decadencia de la
condición humana se manifiesta de manera especial en los hospitales, los
manicomios y las cárceles así que, cuando uno está depresivo, nada más
recomendable que una visita a esos centros.
No es que el centro
hospitalario fuese grande, pero me vi impotente. Menos mal que la isla es
chica, y cuando ya estaba dispuesto a rendirme, apareció un hombre que es conocido
de un amigo del primo de mi cuñada. Hace unos cuantos años compartimos una
celebración en una de esas bodegas maravillosas de las islas occidentales. La
sabia vida social de las llamadas islas menores es un club de encuentros que
todo lo soluciona, quién no está dispuesto a comer carne de cochino con vino
nuevo. Me libré de ir preguntando habitación por habitación, y al fin conseguí
mi objetivo.
Suelo preguntarme
cómo es posible que, estando tan protegidos por las sabias normas que defienden
la privacidad, a cualquier hora del día e incluso de la madrugada recibo
sigilosas llamadas del Banco X o del Banco Z, de aparatos para sordos, de las
plataformas digitales, Jazztel y veinte más, los gimnasios, los centros de
masajes teurapéuticos y de los otros con final feliz. Y todos con el mismo
propósito: ofrecerme el mejor servicio, las ofertas que incluyen todos los
partidos de fútbol, incluso de la liga de Honduras, la segunda división de Tailandia
y las competiciones regionales de Taiwan. Y la última gama de la tecnología,
los artilugios más inteligentes del mercado, esos que soy incapaz de manejar.
¿Cómo es posible que
tanta gente conozca mis pasos, si esa noche me alojo en el hotel X con una
sueca, si me ido a Montevideo, por qué conocen hasta los momentos en que
respiro, si existe una sabia legislación al respecto? Si hasta para ir al
dentista me obligan a firmar por triplicado todo el asunto de la protección de
datos ¿por qué todo el mundo conoce mi móvil, el lugar donde vivo, lo que
recibo de pensión mensual, lo que pagué de hacienda el año pasado, etcétera?
Según estudios
recientes, solo una minoría muy pequeña de las empresas cumple con la Ley
Orgánica de Protección de Datos. Menos del 20 por ciento lo hacen, un
porcentaje que parece de risa si tenemos en cuenta que esta ley no es de ahora
mismo, sino que lleva varios quinquenios en vigor. Además, se anunciaban
sanciones muy elevadas, que en ocasiones y en
casos graves, pueden subir hasta los 600.000 euros.
¿Quién ha pagado una
sola multa por este asunto? Los primeros afectados somos nosotros, gente del
montón, ya que muchas empresas nos violentan con su acoso telefónico ofreciéndonos
esto y lo otro, todo tipo de productos, un móvil, una conexión a internet, un
fondo de inversión, etc. Así que nos vulneran el derecho fundamental a la
intimidad, tenemos derecho a que no nos estén haciendo llamaditas que no
queremos recibir. Somos un país con mucha normativa que funciona contra la
ciudadanía.
(Foto:
www.canarias7)
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