A
Manuel Poggio Capote
Cuentan
que en ciertas construcciones religiosas –no templos principales en cabeza de
arciprestazgos, sino pequeñas construcciones en cruces de caminos, en poblados
diseminados por las lomadas, agrupaciones de vecinos que se fueron vaciando por
la emigración– se exhibieron ciertas señales de la orden de los templarios, que
al cabo del tiempo fueron borradas por el poder eclesiástico al ser confundidas
con huellas de la masonería, señales de poderes ocultos, poderes malignos,
llamadas del infierno. Ello debió suceder en la primitiva ermita del caserío,
la que cayó en uno de tantos incendios, consumidas las vigas de tea, la hermosa
portada, ni que decir de las imágenes a las que habían venerado durante
generaciones, desapareció también el pequeño local del cine donde daban
películas de María Félix, Jorge Negrete y Cantinflas. Pero en lo más alto de la
ladera, sobre el Camino Real y las viñas, persiste la casa que puede tener
siglo y medio. Sus últimos dueños marcharon lejos, y nadie ha sido capaz de
reclamarla; las huertas que tenía a su alrededor están borradas, apenas quedan
vestigios de los linderos, marcados por filas de tuneras y de pitas que también
han sido ahogadas por las zarzas.
La
casa que se quedó sola sobrevive engurruñada junto al aljibe y el corral donde
guardaban el ganado, en sus buenos tiempos allí hubo reses, cochinos negros,
cabras y mulos; como era costumbre, las gruesas paredes fueron unidas con
barro, bosta de vaca y paja. Todavía es un espacio notable, aunque le faltan
muchas tejas persisten algunas puertas. Antes se hacían las paredes a
conciencia, eran gruesas y capaces de resistir tanto los solajeros como el
granizo de enero. –¿Pero quiénes vivían aquí? –pregunté, zumbón. –Gente –dijo
el campesino–. Seguro que sus bisnietos tendrían ganas de volver. Pero no
pueden salir de Cuba ni reclamar las propiedades, lo impiden las leyes de allá,
lo impide la gente de aquí, porque esas propiedades ya han sido inscritas a
nombre de otros beneficiarios; lo perdido, perdido está, el diablo se lo llevó.
¿Quiénes
habitaron aquí, me preguntaba mientras escuchaba historias de muertos que se
aparecían en los barrancos, de brujas y adivinas, curanderas capaces de recitar
cien oraciones distintas contra el mal de ojo y otros padecimientos, barajeras
que desentrañan tus males escondidos, vaticinar el futuro. Y luces de ánimas que
relampagueaban en medio de tan tenebrosa oscuridad, solo candiles y quinqués,
hachos de tea para recorrer los caminos reales si surgía una necesidad con un
enfermo. Y hasta la silueta evanescente de San Borondón, muchos viejos jurarían
haberla contemplado a mediados del verano, el paraíso que nunca acababa de
manifestarse en las cartas náuticas era solo una ensoñación, una mentira de los
sentidos, una quimera que no estaba al alcance de cualquiera.
Los
hombres están acostumbrados a construir grandes objetos que pronto se disuelven
en la nada más tenebrosa, sin embargo más allá de sus telarañas y de sus
fantasmas ella había aprendido a resistir. Porque muchos dirían que en esas
puertas mohosas, en los cuartos trasteros, en las vigas y planchas de madera, en
los restos de muebles, las camas con cabezales de hierro, en los somieres de
alambres retorcidos, en las paredes del fondo, en las gavetas sueltas, en los
baldes y en las pipas vacías, en las cajas de tea que en su día contuvieron
trigo, higos y almendras, en los sacos de yute, en el papel de periódicos
removido por las ratas, en las corazas secas de las cucarachas y en las fotos
amarillentas de aquella época remota permanece el aliento de la familia que un
día huyó. En la cocina de carbón que gobernaba la mujer diligente, revolviendo
el puchero, poniendo a calentar la plancha de hierro, preparando el potaje y el
gofio escaldado, en las barricas donde guardaban con sal la carne tras la
matazón, en la talla con culantrillos donde ponían el agua a refrescar. La casa
asoma sobre tantos fantasmas del pasado, junto al viejo drago, cerca del
molino, sus doce palos romos, despojados de las telas que los hacían girar. La
contemplo sobre la ladera entre declives, rodeada de frutales que dejaron de
injertarse hace mucho, aunque su floración es todavía un espectáculo. En las
medianías que casi caen a pico sobre el mar todavía se ven mansiones solariegas
con esqueletos de balcones, paredes de piedra revestida de cal, las compran los
extranjeros. Algunos artesanos y hippies trotamundos han restaurado el edificio
tradicional de la tahona, el viejo molino reconvertido en punto de venta de
recuerdos. En las bajadas a la costa y en las subidas a la cumbre resisten
otras con sus cubiertas de paja, por donde en tiempo de los viejos hubo
nacientes, por encima del despeñadero y del rugido del mar en los roques, los
tablones de madera, a dos aguas, los terrenos invadidos por la maleza. Y los
tejados comidos por los bejeques, y las nubes que adoptan formas caprichosas,
como si fueran naves espaciales siempre marchando hacia el horizonte.
Sobreviven
los abrevaderos igual que las cuevas en las que se han establecido las comunas;
en ellas los chicos y las chicas extranjeras visten de manera descuidada,
aparentan poca higiene, no tienen inconveniente en atrapar gallinas que
vagabundean por los barrancos como si no tuvieran dueño ni dejan de alimentarse
de frutales que –pese al abandono– todavía son capaces de dar regalos al
caminante. Dicen que viven todos mesturados, como si mismamente fuesen un
rebaño de cabras con machos cabríos. Mas cuando aquellas parejas se aplicaron a
hacer reparaciones las edificaciones revivieron, agradecidas, hasta la fuente
cercana que se había secado tiempo atrás volvió a dar un hilillo de agua
transparente. Pero el hombre de la boina negra anunció que cualquier día habría
desgracias: un rayo como el que había matado a su abuelo, una seca de muchos
años, un diluvio que borraría los caminos y arrastraría por las barranqueras
cabritos recién nacidos; porque los humanos son codiciosos, le fueron
arrebatando al agua sus salidas hacia el mar y cuando se encoleriza es cortante
como un hacha. Además, las cabañuelas venían revueltas; la luna aparecía
tintada de rojo como el Viernes en que crucificaron a Cristo; volverían las
langostas del desierto que devoran el verde, y fuegos cuyas brasas prenderán en
la pinocha. Vagan perros sin dueño, pocos viejos permanecen en la comarca pero
la casa resiste como piedra inexpugnable, porque en realidad ha aprendido a
sobrevivir igual que un Ave Fénix, dispuesta a renacer si le conceden un poco
de cariño.
Manuel Poggio, un destacado investigador, serio y comprometido con su tierra palmera. El recibe este cuento.
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