Volvemos
al resplandor, las aguas transparentes de la orilla, el rastro de las ninfas y sirenas. Hay cientos de islas a las que el mar no
separa sino que une; son tantas que parecen sembradas a voleo, dice la
mitología que son piezas del collar de Afrodita. Estos territorios saborean la
pasión de vivir y el Mediterráneo es un puente de agua, las calas son
tranquilas; el folklore generalmente es alegre. Me dieron la lengua griega, /
la casa pobre en las playas de Homero, escribió Elytis. En Corfú cuenta La
Odisea que naufragó Ulises y Sissi se hizo un palacio, en sus 592 kilómetros
cuadrados hay cinco millones de olivos y cipreses. Por su verdor, Homero la
llamó la isla esmeralda. Santorini es la más famosa, el pueblo de Oia aporta la
típica tarjeta postal, las cúpulas azules en medio del caserío de un blanco resplandeciente
que se asoma al acantilado. Hubo una gran explosión, la isla se fragmentó y en
medio quedó una caldera, denominada con el vocablo español; algunos dicen que
por aquí estuvo la Atlántida. Los escritores griegos exhiben un cierto
panteísmo, recuerdan sus héroes, adoran la luz, el mar, el pasado mítico con
los dioses paganos. Mikonos es casi tan seca como Fuerteventura, pero es un
icono mundial, paraíso homosexual en sus playas del sur. Higueras, eucaliptos,
tuneras, poca agua, el rocío de la noche aporta la humedad, también está
presente el viento aunque apenas quedan cinco molinos para la foto. Los
turistas se dan codazos para hacerse vídeos en las estrechas callejas repletas
de tiendas, galerías de arte, artesanía.
Esa
bandera añil y blanca de nueve franjas, omnipresente, representa las sílabas de
la frase Libertad o muerte, símbolo de los esfuerzos que el país tuvo para
recuperar su dignidad frente a tanta invasión, particularmente la de los
turcos. En otro viaje comprendimos que Atenas no es hermosa pero sus barrios populares
son una delicia para callejear. Queríamos adivinar la huella de tantos
guerreros, y de los pensadores, poetas y dramaturgos que se movieron por el
Ágora. Inolvidable estampa la de los restos de la Biblioteca de Adriano bajo la
Acrópolis iluminada. ¿Y qué añadir sobre Olimpia, Delfos, Micenas, Meteora? Los
habitantes son mediterráneos, y eso quiere decir que compartimos genes. El
interior del país nos trae abundantes guiños del pasado: la música de
Theodorakis con María Farantouri y el Canto General de Pablo Neruda, las
rebeliones contra la dictadura militar, el claro sonido del bouzouki y los coros, el cine de Melina
Mercuri, Zorba el griego buscando la libertad al amanecer, las venerables
ruinas de los templos, la épica de tantas batallas, tantas derrotas en las
abatidas columnas de mármol, y las esculturas, y los museos, el sonoro ritual
de la iglesia ortodoxa, sus misas interminables. Y el vino griego, la mejor
canción de José Vélez. Grecia ha sido prima hermana en el sufrimiento de la
crisis económica, los bancos, la ruina, el abismo financiero, la gigantesca
depresión, la lenta mejoría.
El
poeta Pedro García Cabrera, un amigo que me abrió su casa, tenía un deseo ferviente
antes de morir: visitar estas islas, el referente mítico por antonomasia de
nuestra cultura occidental, los versos de Kavafis en la ruta hacia la Ítaca de
nuestro ideal, la luz de Seferis y Yannis Ritsos. Su cielo y su mar intenso, la
espuma que compartieron los visionarios. El poeta Lord Byron fue precisamente a
morir en Grecia para apoyar la lucha por la independencia. Viñas, pistachos,
adelfas, mucho sol. Ya lo dijo Lord Byron: la llamada de las islas es
irresistible. Y las pequeñas islas cercanas a El Pireo: Hydra, con burros, sin
coches, donde vivió Leonard Cohen su historia de amor con una sueca, Poros y
Aegina, pinares que llegan hasta el mar, calles estrechas y deslumbrantes y
gatos, muchos gatos.
Hay
algo que te empuja a adentrarte en sus devastaciones a través de valles de
olivos y naranjos. Ni Poseidón, ni Hera, ni Apolo, ni Zeus, el padre de todos
los dioses de impoluta belleza de mármol, pudieron detener la ruina, la
tragedia del desastre económico y el rescate, pero ahora la gente empieza a
sonreír. Hemos olvidado que este país de blancura y mar añil es la madre de
nuestra cultura, filósofos, dramaturgos y poetas, la tragedia y la comedia, la
épica de Ulises, la heroicidad de Aquiles, las bellas diosas que tienen amores
con humanos, la raptada Helena que desencadena la guerra de Troya. Irresistible
la idea de echarse al agua, tratando de poseer sus casi dos mil islas y
peñones, en su mayoría minúsculas e inhabitadas. El país de infinitas velas
inflamadas de viento, la primera marina mercante. Lo proclamó Seferis: ¿Pero
qué buscan nuestras almas viajando / sobre podridos maderos marinos / de puerto
en puerto? Seguramente andan tras los horizontes de la Ítaca imposible,
pretenden atrapar el Absoluto en medio de un mundo de vértigos, pragmático y
mediocre, cada vez menos implicado en las metas que persiguieron los pensadores
del pasado, cada vez menos soñador. Y aquí los escultores que impusieron
cuerpos armoniosos a dioses tan humanos que eran borrachos, lujuriosos y adúlteros,
sanguinarios o tiernos. Bajo las cúpulas de las iglesias bizantinas hay ahora
mujeres encendiendo velas, santiguándose y rezando ante los iconos, estos
templos suelen ser pequeñas y están muy decorados. En Plaka y Monastiraki, a
los pies de la Acrópolis, los atenienses gozan la cena en las terrazas; son
morenos, habladores y pícaros como andaluces, se buscan la vida. Grecia y sus
islas conforman el viaje iniciático de algunos, los horizontes vaporosos, los
territorios míticos de quienes exploran su memoria. Muchos padecemos aún el mal
de los puertos, el deseo de saltar de una isla a otra tras Ítaca, la utopía imposible,
y algo tiene esta nación que –a pesar de sus desolaciones- sigue atrayendo al
visitante. Hincados en peñones minúsculos, los helenos tuvieron claro que su
destino era echarse al mar, por eso fueron los mejores marinos del mundo.
Debe
ser que estas islas, en su mayoría minúsculas, tienen gran poder de
encantamiento, a babor y a estribor van desfilando sus siluetas en la calima.
El resto fue un multitudinario crucero que nos llevó también a Dubrovnik,
Trieste y Bari. En Venecia, donde el viaje coincidía precisamente con una
manifestación contra la masificación que traen los cruceros, no nos dieron
atraque. Pero somos de ida y vuelta, siempre intentamos volver porque el viaje
nos perfecciona. Tenemos la enfermedad de las islas, es decir saltar de un
destino a otro.
Un paisaje hermoso, lleno de referencias
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