La ciudad no es la misma,
está muy decorada. El maquillaje le ha sentado bien a las casonas y palacetes
rehabilitados, la calle Herradores tan pulcra, los comercios que siguen
cerrando a la una, porque esta es una ciudad casi conventual, mucho clero,
muchas dulcerías, bares para estudiantes, bustos de poetas antiguos. La ciudad
melancólica y con niebla es diferente a la que conocimos cuando allí
estudiamos, aquella Avenida de la Trinidad con huertos de papas de finales de
los años 60. Hoy es peatonal, muy bien rehabilitada y está pintada con tonos
pastel, tiene tranvía y es Patrimonio de la Humanidad. Por fortuna algunos de
los bares y churrerías de entonces siguen existiendo, y las plazas del Adelantado
y del Cristo, y la humedad. Guerea
solitaria. / Me he perdido en la plaza, / donde dejó la lluvia ilusorios
espejos…
Dicen los críticos que los
poetas de Gran Canaria miran al mar, será por Tomás Morales y la ciudad
comercial, y en cambio los de Tenerife escriben sobre la tierra adentro, será
por Viana, la escuela regionalista y el poderío de las tradiciones rurales.
Aunque nacido en la playa de Las Canteras, Arturo Maccanti, poeta dolorido,
poeta que escribió sobre el dolor humano, se convirtió en una viva voz lagunera
y su lugar mítico, Guerea, es de los pocos que han hecho fortuna en la
literatura insular. Desde la orilla de la playa a la vega de Aguere, su voz se
fue asentando en un recorrido que se configuró como constante, disciplinado y
creciente. Fugacidad, sombra, leve aleteo del duro ejercicio de vivir. Para
Jorge Rodríguez Padrón, “su escritura es, ante todo, la forma por medio de la
cual se reconoce la carencia que siempre es la existencia.”
La vida y la obra de
Maccanti estuvo predeterminada por un temprano accidente, la muerte de un hijo
que solo tenía cuatro años. A su memoria dedica su poema más universal,
Columpio solo. Y también la vivencia del mar. Dicho en palabras del propio
poeta, “Tal vez, al principio, no fue sino el mar… El mar era parte de la
ciudad; amanecía recostado sobre una larga franja de arena, sinuosa y cerrada
por montañas distantes, casi en la periferia, siempre impenetrable a mis ojos.
La ciudad se extendía, al parecer, como si se balancease sobre un mismo plano siempre
igual: gris, con casas desgastadas por los años y fachadas comidas por el
salitre; cubierta de un velo –así se me presentaba– de pobreza y polvo
enquistados… Como dije, mis orígenes están allí, en aquel mar y en aquel primer
adolescente, en aquella manera suya de quedarse, milagrosamente, suspendido,
horas y horas, en el gran vacío del tiempo.”
Desde su infancia Maccanti
escuchaba los sonidos de las campanas, las pleamares, las gaviotas, los
trompos, las cometas, las golondrinas, las estrecheces de aquellos años
juveniles mezcladas con la llamada del afilador de cuchillos, con los pregones
de los vendedores ambulantes que ofrecían la escasa oferta disponible, y los
cabreros con sus rebaños que voceaban la leche, puerta a puerta, por las
bocacalles del sector portuario. Y admiraba la paleta de colores de los
atardeceres, “la paleta de tonos celestes, rojizos y ocres sobre el muro de
piedra de la playa, tan maravilloso ya en el confín de mis deslumbramientos…”
El
general Franco debió agradecer la colaboración de Italia en la guerra civil,
tal vez por eso concedió a Italcable el servicio telegráfico en Gran Canaria.
Vinieron italianos a hacerse cargo de aquella importante misión en la que
también trabajó un personaje entrañable, Pedro Valcárcel De las Casas, y entre
tanto italiano vino el padre del poeta. Al final de la calle Portugal se alzó
el edificio, demolido en aras del desarrollismo turístico de la zona para
levantar uno de tantos horrendos edificios. Las Canteras fue, en la larga
postguerra, el lugar de encuentro de personajes fundamentales de la cultura
canaria: Manolo Millares, Felo Monzón, Martín Chirino, los hermanos Maccanti y
luego los hermanos Tony y José Luis Gallardo, entre otras voces rebeldes. La
represión no era obstáculo para que los espíritus juveniles volaran, libres, en
busca de un horizonte más diáfano. El propio Arturo dice que muchos de sus
profesores eran catedráticos de instituto y hasta de universidad represaliados
por el franquismo, Canarias como el exilio antes de ser el paraíso para trece
millones de turistas cada año.
En esta ciudad silenciosa y
bullanguera según las horas, el poeta fue redondeando su lamento: Soy una lengua ígnea / que se nutre de
escombros. Pero la voz de Arturo siempre volvía a un noviembre de tragedia,
un niño se fue demasiado pronto y dejó huella indeleble, costra de sufrimiento.
¿A quién meces, columpio solo? ¿Al viento
/ ruidoso y ciudadano? / Al pasar, te descubro en la tardía / luz del verano,
como en sueños, / con tu vaivén donde un fantasma / que golpea en el fondo de
mi pecho, / todavía sonríe sin saber (…) Aunque el amor no acabe, / aunque
acabe el amor, columpio solo, / tú permanece fiel meciendo al aire, / meciendo
al niño aquel que apenas pudo / llegar a ser mañana, / que se quedó en ayer, /
y hoy cruza finalmente, / a pecho descubierto, / el vasto imperio de la sombra,
/ el hondísimo nihil…
Hay
mañanas con panza de burro en que a uno le apetece leer poesía, ponerse tierno
y trascendente. Entonces echa mano a gente como este hombre que escribió su
queja con honesta tenacidad, desde sus sonetos garcilasistas de primera hora a
su lírica desnuda y sufriente, los óxidos del tiempo, la asunción de la
tristeza en una isla endeble, enfermiza: Póvero
Gino, al fin / has cruzado el Adriático y has vuelto / a nuestra pobre tierra…
La isla como atalaya escasa
sobre el vacío, puede ser paralizante en sus emociones que maternalizan pero
también es acicate para la rebeldía creadora. Un día el hombre pasó el umbral
dejándonos poemas escritos tras ejercicios de meditación. Su obra –contagiada
por poetas italianos que él mismo contribuyó a traducir– y su mirada
postromántica tienen buena salud. Claro está que la plenitud del escritor no
llega a los treinta sino a los setenta, imprescindible paciencia. Y él marchó a
la otra dimensión dejándonos algunas quejas y algunos sinsabores, pero hoy la
poesía vuelve a inundar las islas porque en el fondo de cada insular hay un
soñador que necesita expresarse.
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