lunes, 7 de febrero de 2022

¿Y si la gloria prometida es vivir en el metaverso?

 


Tengo una duda: ¿y si la gloria eterna que nos habían prometido consistiera en vivir en el metaverso? Porque el papa Juan Pablo II señaló que el infierno no existe como lugar físico para atormentar a los pecadores, a pesar de todo el miedo que nos metieron cuando niños el infierno no es un gigantesco inframundo llameante sino que es solo una metáfora. Entonces ¿si morimos tras buen comportamiento el cielo será un mundo virtual lleno de verdes praderas y seres angelicales, donde vamos a permanecer hasta el fin de los tiempos jugando una partida con nuestros avatares? Sería curioso que la promesa de la gloria nos llevara a ese universo simulado donde no solo sea posible compartir con beatos y santas sino también disfrutar conciertos de Mozart tan ricamente.  

Dicen los psicólogos que las personas que utilizan tecnologías inmersivas —como los visores de realidad virtual— pueden desorientarse en el mundo real y provocarse lesiones. Incluso podrían acostumbrarse a realizar acciones que no tienen consecuencias en el metaverso pero sí en la estricta realidad de cada día, como saltar desde un segundo piso o caminar hacia el tráfico, con lo que podrían volverse insensibles a los riesgos del mundo real. Debido a que se trata de tecnologías nuevas, no hay estudios a largo plazo sobre sus impactos físicos y mentales. Aunque los efectos secundarios pueden ser muy variables, parece que pueden provocar aislamiento, comportamientos solitarios e incluso depresiones. En todo caso, dada la interminable pandemia, la crisis económica y la inflación, puede que sumergirse en la realidad virtual no sea tan mala cosa. Yo tengo un amigo que se echa novias en Nueva Zelanda o Noruega, y de vez en cuando practica sexo virtual con ellas. No creo que esto proporcione más felicidad que salir con una mujer de verdad.

Lo que no es un metaverso es el oportunismo de la Iglesia católica que, aprovechando la oferta en bandeja que le hizo Aznar, se ha dedicado todos estos años a inscribir a su nombre templos, plazas, casas parroquiales y casas del maestro, incluso bares, bienes inmuebles, huertos rústicos, garajes y un largo etcétera. De 35.000 inscripciones reconoce haberse equivocado en mil casos, muy pocos. En países serios como Francia las catedrales no son de las respectivas diócesis sino que son del Estado. El Estado francés es el titular de Notre Dame y de 87 catedrales y basílicas del país. No solo eso sino que los municipios son propietarios de 40307 iglesias y capillas. Francia es un país en régimen de laicismo, mientras que los otros países de la Unión Europea se declaran aconfesionales, no tienen una confesión estatal o son democracias con confesiones apoyadas por el Estado (anglicanos, luteranos, ortodoxos).

Es evidente que la Iglesia en España tiene todavía un considerable protagonismo en la asistencia social a través de Cáritas y organizaciones similares. Pero no es justificable el hecho de que aquí mire para otra parte cuando en otros países se ha aplicado a investigar los casos de abusos sexuales, siguiendo los consejos del actual pontífice. Tampoco son de recibo las impresentables salidas de tono de varios obispos, entre ellos el de Tenerife, a quien se le va la olla con frecuencia sin que nadie le aplique un serio correctivo.

           La ley franquista que amplió Aznar para permitir a la Iglesia poner a su nombre cualquier propiedad con una simple certificación eclesiástica sirvió para aumentar la codicia y el patrimonio de la Conferencia Episcopal. La devolución de mil inmatriculaciones se queda corta. La idea es la de que la Iglesia no puede mantener privilegios heredados del franquismo, impropios de un Estado moderno, europeo y aconfesional.

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