miércoles, 27 de enero de 2021

"Fetasa": el paisaje del mar (Isaac de Vega)



Es más de media noche. Las estrellas lucen claras en el firmamento y a su débil claridad se levantan bruscos y negros los accidentes de la costa. Dentro de poco saldrá la luna. Entonces tendrá que salir. El mar está quieto, negro y manso, amenazador y frío en su quietud, sin fin hacia el horizonte, agobiante con su masa enorme. Apenas si unas leves ondas chapotean en la playita y, de tarde en tarde, ponen una roseta blanca en torno a las rocas cercanas. Más lejos, la costa se adentra bruscamente en el agua en una punta audaz y afilada. Allí tiene que ir.
Tiene el cuerpo cansado y dolorido. Le duelen los hombros. Y las manos apoyadas en el suelo. No obstante, sigue en la misma posición, en su aire de sorprendido estupor. La imposibilidad de comprender lógicamente sus últimos pasos han llenado su alma de miedo y de frío su cuerpo. Se siente inerme ante fenómenos extraños, abandonado a fuerzas caprichosas, pero terribles y hostiles. De la masa de las sombras pueden concretarse figuras malignas nacidas no se sabe cómo, pero que querrán martirizarle y hundirle en la desesperación. Y no sólo de la noche. También surgen de los mismos luminosos rayos del sol. Todo es fuerte, grandioso. Únicamente él está desvalido, juego arbitrario de una Naturaleza desconcertante. El Universo cambió su faz en unos solos instantes.
La noche tiene en su placidez un latido de miedo. Muy lejos, hacia el extremo del mar, la luna va surgiendo de las aguas. Ramón quiere desperezar su embotado cerebro. Buscar alguna cosa, encontrar un asidero.
Aquella mañana se encontró, sin saber cómo, atravesando un paraje solitario, sin bullir de vida, ni siquiera del viento. Iba ascendiendo una larga pendiente, falda de una montaña antigua y desgastada, de sucia tierra amarilla y piedras blanquecinas. A ratos, al abrigo de las peñas, aparecían algunos matojos de hierba reseca y matorrales sarmentosos. Tenía la sensación de muchas horas de marcha. Entonces sentía cansancio y maravilla, porque dentro de su agotamiento vislumbraba un manantial de energías ignorado. Existía una fuerza extraña que le impele a caminar. Caminar incansablemente, sin meta fija. Algo fantástico se estaba atravesando en su metódica vida. No le molesta aquel cielo sin color, ni el páramo triste, ni el silencio completo. Todo queda amortiguado por una emoción entrañable, interna, que le impulsa a seguir. El polvo iba cubriendo su cuidado traje negro y la frente sudorosa. No le importaba. Se sentía muy lejos de los mármoles de su oficina, de las grandes mesas cubiertas con planchas de cristal, de su meticulosidad exigente, de los amables saludos de los subordinados. Estaba olvidado. Aspiraba la enorme, la íntima alegría de aquel ascenso inacabable. 

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