Manuel
Pereda de Castro, a quienes todos llamaban Manel, fue un escultor figurativo y
abstracto comprometido con la naturaleza, con la memoria y con la
experimentación artística. Se va a cumplir ahora el primer aniversario de su
muerte, y es preciso hacer un breve homenaje a su obra y a su persona. Vino al
mundo en 1949 en Santander y se trasladó a la isla de La Palma en 1986, para
desarrollar una intensa actividad. No solo éramos coetáneos, nacidos en el
mismo año, sino que su hermana, la crítica literaria Rosa María Pereda,
defendió con entusiasmo mi primera novela en la prensa de Madrid. En el suplemento
de cultura del diario Informaciones, 1975, escribió en la primera página sobre
aquella obra mía Ulrike tiene una cita a
las 8 (Akal Editor, Madrid), a raíz de cuyo trabajo hice contacto con
Antonio Muñoz Molina y otros jóvenes novelistas. Se sorprendió un tanto cuando
le hablé de la generosidad y la habilidad ensayística de su hermana, a la que
por supuesto yo no conocía cuando escribió sobre mí.
Pereda
supo analizar el paisaje, supo asumir la historia local y supo investigar
nuevas formas para sus esculturas, buscando el dinamismo y la expresividad. Se
convirtió en un insular más. Entre sus obras más conocidas destacan precisamente
el monumento a la Naturaleza en el municipio de El Paso, también conocido como
el Árbol de la Graja; o el monumento a la Madre en Los Llanos de Aridane. Como
expresión de su entendimiento de la isla, plasmó emblemas de la etnografía y la
historia local como sus esculturas al Salto del Pastor y a los Verseadores en
Tijarafe. En realidad, llevaba desde 2008 mostrando su arte en diferentes
localizaciones de la geografía peninsular. Inició su andadura en Casa de Vacas,
Parque del Retiro, Madrid, para continuar en el Parque Las Salinas de Medina
del Campo. Más tarde expuso en los Jardines de Piquío, Santander, en el
ayuntamiento de Noja y en la Reinosa. También
hay obra suya en Suiza, Francia, México, Italia y EEUU. En la isla, sus
principales obras radican en Aridane, Tijarafe, Fuencaliente, Breña Baja y
Puntagorda.
Marido
de Gloria Viña, pintora, a quien conoció mientras ambos estudiaban en la
Escuela de Bellas Artes de Tenerife, y padre de cuatro hijos, entre ellos Eva
Lilith Pereda, una de las jóvenes artistas canarias con mayor personalidad y
proyección, vivía en su casa del barrio aridanense de La Laguna. El Cabildo
insular lo destacó con el título de Hijo Adoptivo, homenaje que por desgracia
no pudo recibir en vida. Manuel se fue demasiado pronto, con 69 años, y tendríamos
que hacer la eterna llamada de atención acerca de la atención sanitaria que
reciben los palmeros. Canarias, que tiene la peor sanidad de todo el Estado,
proporciona en las llamadas islas menores una atención médica insuficiente por
escasez de medios y sobre todo por insuficiencia de personal, a pesar de los
desvelos de los profesionales, saturados de trabajo.
Manuel
fue polifacético, así el edificio consistorial llanense exhibe sus retratos de
todos los alcaldes desde la época de la II República. También desempeñó un
papel relevante con sus escenografías en las fiestas locales de la Patrona, en
las lustrales de la Bajada. Coincidimos Pereda y yo con aquella magnífica
concejala de Cultura aridanense que se llamaba Ana Isabel León, una mujer de
amplia mirada ya que a ella se debió el impulso de instalar en las calles obras
de calidad y contemporaneidad, entre ellas un lienzo de Pedro González en el
edificio de Correos. Ana Isabel León dinamizó la vida de la localidad, cuando
se inauguró la Casa de la Cultura sentimos la ilusión de que la gente se
interesaba y participaba porque su espacio se llenaba una y otra vez bien fuera
para una presentación literaria, para una conferencia, para un acto de
participación ciudadana. Lo peor fue que cuando Ana Isabel León dejó la
política para volver a la enseñanza, quienes habíamos acompañado con entusiasmo
su dinamismo y su visión de futuro padecimos una etapa de ostracismo, de ser
llamados con frecuencia para actos del ayuntamiento pasamos a la absoluta
marginalidad. Con pena me contaba Pereda la experiencia que ambos compartimos
en aquellos años.
Cuando
Manuel se estableció en La Palma no había ningún escultor en la isla. Y cuando
el Club de Leones le encargó la Maternidad que está al final de la Avenida
Doctor Fleming, el Monumento a la Madre, obtuvo una acogida positiva. Por
entonces los encargos eran figurativos, bustos de personajes o los retratos de
los alcaldes. Pero Pereda quiso experimentar y por eso se introdujo en el
abstracto, lo cual no era fácil de aceptar en aquellos comienzos.
Su
obra más conocida es el Monumento a la Naturaleza entre El Paso y el túnel, que
los Palmeros llaman Árbol de la Graja y, tras haber sufrido deterioro por las
inclemencias meteorológicas, fue desmontada y recolocada posteriormente. Este
monumento de diez metros de alto hecho de acero cortén, con una capa oxidada que
le da una pátina inconfundible, fue construido en 2002 en un taller en Madrid, y
luego fue traída por barco. Otras esculturas de Pereda son atracciones en
parques y jardines de la Península, desde Santander a otras ubicaciones.
Como escultor,
se afanaba en el tratamiento del acero y del hierro, trabajaba con polvo, gases
y ácidos, como fue expuesto en un buen reportaje del periódico La Palma 24, en
2016. Sus favoritos eran los metales, lo cual exigía trabajar con materiales
peligrosos y máquinas potentes, y con ello seguía las líneas maestras de la
escultura contemporánea.
Una
de sus decepciones, que él mismo denunció en la prensa, fue el hecho de que un
encargo destinado para el municipio de Fuencaliente, los Caballos Fuscos, no
fuera recibido ni abonado. Ello le originó una depresión, una pérdida de
autoestima. La vida de los artistas está hecha de periodos de luz y otros de
sombras y por desgracia, cuando asomó la crisis y las administraciones
padecieron dificultades económicas para contratar nuevas obras y pagar las ya
realizadas, vinieron las vacas flacas. Luego el cáncer ensombreció sus últimos
meses hasta que se fue de este mundo de manera silenciosa. Por eso, ahora es
conveniente reivindicar la voz de Manel, su dedicación y su labor de
asesoramiento a jóvenes que llamaban a su casa. Él, que vino de las verdes y
montañosas tierras del norte, encontró en La Palma la prolongación paisajística
y mental de su lugar natal.
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