Érase
que se era una vez una pequeña chiquilla que pedía continuamente a todo el
mundo que le contara un cuento. Una tarde se dirigió a un bosque muy cercano a
su casa y allí se encontró con un cuclillo, que, sentado sobre una rama,
gritaba a todo pulmón:
–¡Cu-cú!
¡cu-cú! ¡cu-cú!
–¿Por
qué cantas siempre la misma canción? –le dijo la niña– ¿Por qué no te dejas de
tanto cu-cú y me cuentas un cuento?
Entonces
el cuclillo le contó la historia de cómo estos pajarillos ponen los huevos. El
cuco cuando pone un huevo lo coge en su pico y
va volando hasta que encuentra un nido de cualquier otro pájaro y allí
coloca su huevo. De este huevo sale luego un cuclillo, que crece y crece, y al
fin se hace mayor que la pareja de pájaros, sus falsos padres, que lo
alimentan. Pronto se hace el nido demasiado pequeño para el cuclillo. Entonces
arroja fuera del nido a los otros polluelos que han crecidos con él.
Cuando
el Buen Espíritu del bosque se enteró de la fechoría del cuco, exclamó con una
voz que el viento llevó hasta lo más profundo del bosque:
-¡Cuclillo,
cuclillo!, como castigo por tu mala acción, no tendrás nunca un nido propio.
Siempre llevarás tus huevos en el pico por el aire, y tus hijos deberán clamar
durante todo su vida por su madre perdida: ¡Cu-cú! ¡cu-cú¡ ¡ cu-cú!
-¿Esto
es un cuento o una historia verdadera? –preguntó la pequeña. Y allá muy lejos
oyó una voz que decía:
-¡Cu-cú!
¡cu-cú¡ ¡ cu-cú!
La niña quedó
desconcertada, pero siguió su camino por el bosque y llegó hasta los sombríos
abetos. Bajo sus pies crujía una alfombra de millones de pardas agujas. En lo
alto rumoreaba el viento entre las verdes copas de los altivos árboles
gigantes. Junto a ellos se alzaban, sumidos en la oscuridad, tres pequeños
abetos que, ¡pobrecitos!, ni tan siquiera tenían una sola ramita verde.
–¿Por
qué lleváis un vestido de luto, tan oscuro? Por favor, explicadme vuestra historia –dijo la niña.
Entonces
tomó la palabra el mayor de los tres jóvenes abetos y dijo:
–Nosotros
somos los más jóvenes abetos de este bosque y nos hubiera gustado levantarnos,
los tres juntos, hacia el Sol; pues hemos oído decir que es un Rey, Hermoso y
Bueno. Así, pues, nos pusimos nuestros vestidos de fiesta y extendimos los
brazos hacia lo alto; pero nuestros hermanos mayores nos cerraron el paso.
–El
Sol nos pertenece a nosotros porque somos más grandes y esbeltos que vosotros
–dijeron los enormes y altivos abetos–. Vosotros, pequeñajos, deberíais
avergonzaros.
Y,
orgullosos, aquellos enormes abetos se elevaron cada vez más y más alto, hasta
que llegaron al Sol. Entonces celebraron una fiesta e invitaron a todos los
pájaros cantores del bosque.
–¡Por
favor! ¡Hacednos también a nosotros un poco de sitio! –rogábamos
continuamente los pequeños abetos.
Es
que sólo pretendíamos ver el hermoso manto del Rey Sol; pero nuestros hermanos
mayores extendían rumoreando sus vestidos y nos ocultaban, para que el Sol no
pudiera vernos. Entonces nos desprendimos del vestido verde de fiesta y nos
vestimos de pardo luto que conservaremos hasta nuestra muerte.
Entonces
la niña de los cuentos preguntó:
–¿Es
esto un cuento o una historia verdadera?
Los
tres abetitos guardaron silencio y dejaron caer sus agujas como si fuesen lágrimas de sus tristes ojos.
La
pequeña buscó una azada y arrancó con ella, uno después de otro, los pequeños abetos y los plantó de nuevo en
el borde del bosque. Buscó luego agua del manantial y les dio de beber. El
Padre Sol se entristeció cuando vio a las tres criaturas del bosque con sus
oscuros vestiditos de luto. Las acarició amorosamente con sus rayos y las
consoló:
–Pronto
tendréis mejor aspecto. Mis rayos tejerán para vosotros el más hermoso vestido
de fiesta, y yo estaré con vosotros desde la mañana hasta el anochecer.
La muchachita siguió muy contenta su camino.
El sendero del bosque corría recto, muy recto, y no parecía tener fin.
De
repente, la niña sintió un escalofrío en la espalda; en medio del camino yacía
una pequeña ardilla que agonizaba a causa de una herida en el cuello.
–¿Quién
te ha herido? –preguntó la niña–. ¡Qué pena! Me habría gustado tanto que me
hubieses contado un cuento..
Y la
roja sangre de la ardilla comenzó a contar:
–Allí
arriba, entre el verde reino de las hojas, hay una casita redonda. En ella vive
una madre ardilla con sus cinco hijos. “No salgáis hasta que esté yo de nuevo
en casa”, dijo la madre cuando salió en busca de alimento para sus pequeños.
Cuatro de ellos obedecieron, pero el quinto miraba continuamente por la puerta
redonda. Cien mil hojas lo saludaban y le susurraban: “¡Ven con nosotros! Te
contaremos un cuento”. Entonces salió fuera de su casita redonda. Escuchó y
escuchó tan pronto en éste como en aquel árbol y no oyó ningún cuento o
historia verdadera. Sin dudarlo un momento, se dirigió corriendo al bosque vecino.
Pero, ¡qué terrible desgracia!; en medio del camino la sorprendió una malvada
garduña.
“¡Mamá! ¡Mamá!, gritó en un último suspiro la
pobre ardilla; pero la madre estaba tan lejos, tan lejos que no podía oírla. Y
entonces, ¡pobrecita!, la ardillita cerró para siempre sus hermosos ojos.
–¿Es
esto un cuento o una verdadera historia? –preguntó la niña.
La
sangre de la ardilla caída en el suelo no respondió y la muchacha contempló con
mucha tristeza al pequeño animalito muerto.
–¡Mamá! ¡Mamá!
–gritó de repente la niña de los cuentos del bosque, y rompió a llorar.
Luego
dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. Corrió y corrió hasta que se
encontró de nuevo en casa, abrazada a su mamá.
A
la mañana siguiente salió, sin embargo, de nuevo al bosque y así otros muchos
días, porque todas las cosas –los árboles, los animales, las flores, y el agua del manantial– le
contaban cuentos bonitos o tristes, porque de todo hay en esta vida. ¿O eran
tal vez historias verdaderas? La niña nunca lo supo.
Y
aquí se acabó, pon, pon.
No hay comentarios:
Publicar un comentario