lunes, 4 de julio de 2016

Antonio de la Nuez, mirada sobre la isla




Este fue un  personaje polifacético, abogado, ensayista, poeta, periodista, licenciado en Letras y profesor de Lengua y Literatura, Latín y Griego, gran conversador, siempre bien vestido y con su puro a cuestas. Una especie de gentleman tropical, discutidor apasionado que hizo congeniar la exuberancia americana con la limitación psicoespacial de la isla. Fue también generoso con los nuevos escritores de los años 70 y 80, en sus artículos periodísticos alentaba su obra. Además fue militar que vivió la guerra civil y salió con el grado de capitán, fue gran aficionado a la historia de Canarias y a la heráldica, hasta diseñó el emblema municipal de más de un ayuntamiento. Estudió las carreras de Filosofía y Letras y Periodismo, y en 1952 don Otto Kraus lo nombró director de La Provincia, cargo en el que permaneció dos años ya que su condición de militar le originó problemas con el capitán general, a quien no gustaba que ejerciera como director de un diario ni mucho menos como secretario del Museo Canario, que estaba llamado a ser un foco de agitación literaria, con la policía vigilando de cerca algún recital poético.

Cuanto tuvo problemas pidió la baja en el Ejército y marchó a Venezuela en 1955, donde permaneció durante casi veinte años. Antonio de la Nuez (1915-2004) fue un observador de la realidad con ironía y humorismo, merced a su gran conocimiento literario trascendió el mero apunte costumbrista y su prosa fue rica y versátil, contagiada por el lenguaje ancestral de la isla y por la efervescencia latinoamericana. Sus hijos Sebastián y Carmen Rosa de la Nuez fueron pieza esencial en el homenaje de la Nueva Asociación Canaria para la Edición (NACE) con motivo del centenario, que incluyó una nueva edición del libro La isla, apadrinada la anterior por el Plan Cultural del Cabildo en la época de Lorenzo Olarte. Sebastián es profesor en una universidad caraqueña y Carmen Rosa se convirtió en el motor de los eventos.

Estimaba Yolanda Arencibia en el prólogo de la edición de Las Gaviotas (Interinsular Canaria, 1984) que en este autor pervivía el influjo del surrealismo, movimiento que estalló en muchos pintores, escultores y escritores de las islas tras la gran aventura tinerfeña de los años 30. Antonio era hombre con gusto por vivir, sabía extraer el jugo de las cosas, se proponía vivir intensamente y lo lograba. Fue también, recordaba Yolanda, un creador de impronta surrealista y juguetona, más allá de lo real y lo cotidiano. Su pluma podía ser lenta, a veces acariciadora, pero también podía ser punzante e hiriente. La universalidad y la amplia formación humanística, las experiencias castrenses y la convivencia americana generan en el autor una visión irónica, a veces sarcástica, de quien sabe que es mejor bromear que reflexionar con acritud. De este modo, revierten las influencias que formaron su pensamiento: Ramón Gómez de la Serna con sus juguetonas greguerías y las vanguardias de comienzos del siglo XX, los intelectuales de la Revista de Occidente y el venezolano Rómulo Gallegos, la visión de los clásicos, sobre todo la huella profesoral del jesuita Otazu, tan presente en su último libro, acerca de la pervivencia de signos y elementos de los templarios: Signos de los templarios en torno al Planeta en relación Canarias, que versa sobre los símbolos de los canteros, y su encuadre en la simbología general.

Recuerdo una entrevista que le hice en su chalet de Tafira Alta, su verbo fácil y apasionado, su versatilidad que le llevaba a disertar sobre una gran variedad de temas, pues múltiple fue su compromiso, siempre atento a la manera ingeniosa de ver al insular, tratando de articular una pequeña filosofía acerca de nuestra forma de ver el mundo. No había llegado la globalización que nos metió en el mundo, había un cierto complejo de inferioridad, un síndrome de aislamiento, Canarias no era todavía el pequeño edén para tantos millones de visitantes, la isla pobre y casi analfabeta, la gente modesta y entrañable de los campos. En su artículo “Alonso Quijano en Tirma” dice que “La noche de Tirma se extendía sobre el bosque, más allá de las últimas casas del pueblo, con su gran regadera, con su enorme ducha de estrellas. Un perfume de ilanes y jazmines venía del cercano jardín de don Alonso. El propio don Alonso, tres calles más allá, en el silencio de la noche, decía a Dulcinea melosamente: ­–La noche está orquídea. Como antes, junto al muelle, había dicho: –La tarde está vaporosa. –¿Por qué? –Porque están entrando muchos vapores…” Es el tic a veces burlón de Antonio, que había tenido como profesor de literatura al gran Agustín Espinosa, el mejor narrador del surrealismo español.

Como señaló Guillermo García–Alcalde en el prólogo de la reciente reedición de La Isla, cuya portada diseñó Arima García Santana, Antonio fue “artista de la palabra y sabía que el arte es sobre todo artificio” y “fue la suya una actitud intelectual inquieta, alerta y poliédrica. Este libro es como la vida misma: deslumbrante y opaco, entusiasta o desencantado, tan propenso a la exaltación como a la censura.” La isla bipolar, frontera que nos aísla y camino que nos comunica con el resto del globo. La isla melosa y la isla arriscada, la isla serena y la isla poco complaciente, las dos caras de la realidad que contemplamos cada día.

Fue bautizado como Antonio Moisés Primitivo de la Nuez  en la ermita de los navegantes de San Telmo, no en vano él habría de cruzar el océano que tantos miles de canarios surcaron hacia la querida Venezuela, la Octava Isla, la madre americana. En él se dio un dominio del lenguaje –tamizado sin duda por su experiencia de la otra orilla– y una gran capacidad de observación, sin duda ambos elementos están muy presentes en toda su obra. Agregado cultural de la embajada de España en Caracas en la época del embajador Matías Vega, ya en el año 1945 lanzó en la prensa la idea de una Universidad para Las Palmas de Gran Canaria. Conferenciante asiduo, fue director de la Revista del Zulia en Maracaibo, incluso se atrevió a escribir poesía que está a punto de ser recopilada. Además encontramos entre sus inéditos de diario de su experiencia en la guerra civil, documento en el que muestra su desgarro ante la violencia que contempló de primera mano. En definitiva, Antonio de la Nuez fue un testigo de excepción de tantas cosas.
 

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