Este fue un
personaje polifacético, abogado, ensayista, poeta, periodista,
licenciado en Letras y profesor de Lengua y Literatura, Latín y Griego, gran
conversador, siempre bien vestido y con su puro a cuestas. Una especie de
gentleman tropical, discutidor apasionado que hizo congeniar la exuberancia
americana con la limitación psicoespacial de la isla. Fue también generoso con
los nuevos escritores de los años 70 y 80, en sus artículos periodísticos alentaba
su obra. Además fue militar que vivió la guerra civil y salió con el grado de
capitán, fue gran aficionado a la historia de Canarias y a la heráldica, hasta
diseñó el emblema municipal de más de un ayuntamiento. Estudió las carreras de Filosofía
y Letras y Periodismo, y en 1952 don Otto Kraus lo nombró director de La
Provincia, cargo en el que permaneció dos años ya que su condición de militar
le originó problemas con el capitán general, a quien no gustaba que ejerciera
como director de un diario ni mucho menos como secretario del Museo Canario,
que estaba llamado a ser un foco de agitación literaria, con la policía
vigilando de cerca algún recital poético.
Cuanto tuvo problemas pidió la baja en el Ejército y marchó
a Venezuela en 1955, donde permaneció durante casi veinte años. Antonio de la
Nuez (1915-2004) fue un observador de la realidad con ironía y humorismo, merced
a su gran conocimiento literario trascendió el mero apunte costumbrista y su
prosa fue rica y versátil, contagiada por el lenguaje ancestral de la isla y
por la efervescencia latinoamericana. Sus hijos Sebastián y Carmen Rosa de la
Nuez fueron pieza esencial en el homenaje de la Nueva Asociación Canaria para
la Edición (NACE) con motivo del centenario, que incluyó una nueva edición del
libro La isla, apadrinada la anterior por el Plan Cultural del Cabildo en la
época de Lorenzo Olarte. Sebastián es profesor en una universidad caraqueña y
Carmen Rosa se convirtió en el motor de los eventos.
Estimaba Yolanda Arencibia en el prólogo de la edición
de Las Gaviotas (Interinsular Canaria, 1984) que en este autor pervivía el
influjo del surrealismo, movimiento que estalló en muchos pintores, escultores
y escritores de las islas tras la gran aventura tinerfeña de los años 30. Antonio
era hombre con gusto por vivir, sabía extraer el jugo de las cosas, se proponía
vivir intensamente y lo lograba. Fue también, recordaba Yolanda, un creador de
impronta surrealista y juguetona, más allá de lo real y lo cotidiano. Su pluma
podía ser lenta, a veces acariciadora, pero también podía ser punzante e
hiriente. La universalidad y la amplia formación humanística, las experiencias
castrenses y la convivencia americana generan en el autor una visión irónica, a
veces sarcástica, de quien sabe que es mejor bromear que reflexionar con
acritud. De este modo, revierten las influencias que formaron su pensamiento:
Ramón Gómez de la Serna con sus juguetonas greguerías y las vanguardias de
comienzos del siglo XX, los intelectuales de la Revista de Occidente y el
venezolano Rómulo Gallegos, la visión de los clásicos, sobre todo la huella
profesoral del jesuita Otazu, tan presente en su último libro, acerca de la
pervivencia de signos y elementos de los templarios: Signos de los templarios
en torno al Planeta en relación Canarias, que versa sobre los símbolos de los
canteros, y su encuadre en la simbología general.
Recuerdo una entrevista que le hice en su chalet de
Tafira Alta, su verbo fácil y apasionado, su versatilidad que le llevaba a
disertar sobre una gran variedad de temas, pues múltiple fue su compromiso,
siempre atento a la manera ingeniosa de ver al insular, tratando de articular
una pequeña filosofía acerca de nuestra forma de ver el mundo. No había llegado
la globalización que nos metió en el mundo, había un cierto complejo de
inferioridad, un síndrome de aislamiento, Canarias no era todavía el pequeño edén
para tantos millones de visitantes, la isla pobre y casi analfabeta, la gente
modesta y entrañable de los campos. En su artículo “Alonso Quijano en Tirma”
dice que “La noche de Tirma se extendía sobre el bosque, más allá de las
últimas casas del pueblo, con su gran regadera, con su enorme ducha de
estrellas. Un perfume de ilanes y jazmines venía del cercano jardín de don
Alonso. El propio don Alonso, tres calles más allá, en el silencio de la noche,
decía a Dulcinea melosamente: –La noche está orquídea. Como antes, junto al
muelle, había dicho: –La tarde está vaporosa. –¿Por qué? –Porque están entrando
muchos vapores…” Es el tic a veces burlón de Antonio, que había tenido como
profesor de literatura al gran Agustín Espinosa, el mejor narrador del surrealismo
español.
Como señaló Guillermo García–Alcalde en el prólogo de la
reciente reedición de La Isla, cuya portada diseñó Arima García Santana, Antonio
fue “artista de la palabra y sabía que el arte es sobre todo artificio” y “fue
la suya una actitud intelectual inquieta, alerta y poliédrica. Este libro es
como la vida misma: deslumbrante y opaco, entusiasta o desencantado, tan
propenso a la exaltación como a la censura.” La isla bipolar, frontera que nos
aísla y camino que nos comunica con el resto del globo. La isla melosa y la
isla arriscada, la isla serena y la isla poco complaciente, las dos caras de la
realidad que contemplamos cada día.
Fue bautizado como Antonio Moisés Primitivo de la Nuez en la ermita de los navegantes de San Telmo,
no en vano él habría de cruzar el océano que tantos miles de canarios surcaron
hacia la querida Venezuela, la Octava Isla, la madre americana. En él se dio un
dominio del lenguaje –tamizado sin duda por su experiencia de la otra orilla– y
una gran capacidad de observación, sin duda ambos elementos están muy presentes
en toda su obra. Agregado cultural de la embajada de España en Caracas en la
época del embajador Matías Vega, ya en el año 1945 lanzó en la prensa la idea
de una Universidad para Las Palmas de Gran Canaria. Conferenciante asiduo, fue
director de la Revista del Zulia en Maracaibo, incluso se atrevió a escribir
poesía que está a punto de ser recopilada. Además encontramos entre sus
inéditos de diario de su experiencia en la guerra civil, documento en el que muestra
su desgarro ante la violencia que contempló de primera mano. En definitiva,
Antonio de la Nuez fue un testigo de excepción de tantas cosas.
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