Hacía
tiempo que no tenía el placer de ver caer un gran chaparrón a través de la
ventana abierta de la habitación de la tele, que da al jardín.. Una lluvia
mañanera, empapadora, beneficiosa, poco destructiva, que en unos minutos
formaba arroyos en la calle pendiente donde vivo, buscando ávidas un lugar
donde colarse para introducirse en el cercano mar.
Los
hojas de los árboles quedaban limpias y bruñidas y se desprendían del polvo y
de la pátina negra y pringosa, que a veces no termina de irse y termina
perjudicando a los vegetales. El día acababa de nacer y el sonido de la lluvia
me traía recuerdos infantiles allá en mi pueblo de montaña. Pero eso lo diré
más adelante...La gente se dirigía a sus trabajos (los que lo tenían, claro) en
la guagua o en sus coches particulares. Los que estaban en paro, o las propias
“amas de casa”, cuyo oficio es “su hogar”, o sus “labores domésticas”, aún
dormitaban acompañados por esta música celestial que es la lluvia cuando
sabemos que nos viene como agua de mayo, aunque estemos en otoño y el invierno
empieza a asomar. Y si no dormitaban contemplaban desde sus ventanas o sus
balcones estas infrecuentes lluvias mañaneras provenientes de unas nubes
esquivas que se cernían sobre la ciudad y que volaban hacia otras islas dentro
de su programado circuito giratorio, hasta que perdían su fuerza y su nombre de
borrasca atlántica. Luego eran sustituidas por otras que repetían la operación.
Lorenzo,
o sea el sol, intentaba asomarse por algún claro e iluminaba el entorno. Y
hasta los pajarillos parecían contentos y revoltosos y se movían entre las
ramas: gorriones, herrerillos, mirlos, mosquiteros, capirotes y tórtolas, que
son las aves que pululan por este lugar. Todo a pesar de que los pobrecitos no
tenían donde guarecerse.
Los
chaparrones se reproducirían a lo largo de toda la mañana, entre nubarrones y
claros que permitían ver un cielo azul intenso, libre de contaminación
ambiental. Por el momento. Es el sino que padecemos debido a “nuestra
civilización”, que para mi no es tal porque nos conduce irremisiblemente a un
ataque continuo, al medio natural, y está contaminando los mares, los bosques,
la atmósfera, las ciudades,(donde se respira un aire impuro).. Que produce el
efecto invernadero; que origina cambios climáticos, y que, en definitiva,
influye también en nuestro carácter o perjudica nuestra salud.
La “civilización del petróleo”,
principalmente, nos está envenenando poco a poco...Por eso, dentro de nuestras
posibilidades, hay que pasear en medio de las arboledas, de los bosques, de las
zonas no contaminadas, ya que con ello nuestro cuerpo físico, e incluso nuestra
mente mejorarán
Sobre
esas negras nubes, cargadas de intenciones,
se adivinaba el vuelo del avión que a esa hora siempre pasaba por encima
de mi edificio, y se dirigía a la vecina isla. Yo lo llamaba la “guagua de
Tenerife”. Pero había otros que durante la mañana se dirigían a esa isla, y
también a La Palma.
Su
sonido me hace mirar varias veces al cielo cada vez que pasa uno. Es una
costumbre antigua, como una especie de homenaje a ese invento que permite que
un aparato pequeño o grande se mantenga en el aire, pueda volar y acercarnos en
poco tiempo a lugares lejanos. Y siempre deseo a sus pasajeros y tripulantes un
feliz vuelo, que no les ocurra nada desagradable. Me veo a mi mismo atreviéndome
a meterme en esos aparatos, donde, una vez que te cierran la puerta dependes de
la pericia del piloto, de la calidad del avión, de la mano de Dios. Algunos
dirán del destino. Otros, de la suerte. Depende de los que cada cual cree y en
quien cree. Respiro profundamente cuando llega a tierra y la puerta se abre de
nuevo...Y veo la sonrisa de las azafatas que nos despiden. El deseo de
supervivencia...Me siento un privilegiado por continuar con vida.
Mis
recuerdos infantiles y juveniles, en un marco diferente. Allí si había un aire
nítido. Allí si que había agua en abundancia. Y uno soñaba con esos manantiales
que se formaban después de las lluvias, Soñaba con esos barrancos que se
llenaban con la aportación pluvial de las escorrentías. Con esas fuentes donde
uno se acercaba para llevar agua a casa, porque aún no había cañerías, “agua
corriente”. O para saciar la sed después de una caminata o de los juegos
infantiles. Allí si que existía unas estaciones bien marcadas. La primavera era
la primavera, con ese aire fresco, con esas flores que adornaban el campo, con
esas aves que se hacían patentes con sus cantos o con sus juegos entre las
ramas. Y venía el verano que es cuando se recogían las mieses, cuando había
verbenas y fiestas patronales y se prodigaban las frutas. Cuando, a veces, se
destapaba el calor y tenía que refugiarte bajo los castañeros, bajos los
árboles de la plaza, o en el rincón más fresco de tu casa. Y ese otoño de hojas
caídas multicolores. De árboles pelados y que parecían tristes, en espera de
nuevos brotes, de nuevas hojas, de nuevas ramas donde anidarían los pajarillos
después. Tiempo de castañas, de nueces, de uvas tardías, de setas en los
bosques y en los prados. Tiempo de matanza de cochinos y de asaderos, de comer
“carne hila”, chicharrones, manteca, morcillas, tocino para el potaje y había
de intercambio social, acercamiento familiar,
tertulias y compadreo. Mi abuelo
parecía contento porque había llovido sin causar daño. Porque era bueno para
las tierras de secano. Porque se llenaban los estanques y renacían los
manantiales. Y todos los campesinos reían con satisfacción. Llovía al gusto de
todos. Y eso era bueno. Para entrar después en un invierno donde se alternaban
la niebla, las lluvias, la humedad y el
frío. Donde a veces desaparecía el paisaje y la gente y solo había oscuridad y
silencio. Donde los sueños se hacían más profundos y los deseos de abandonar la
cama casi no prosperaban Y llegaba la
Navidad, una fiesta sencilla que no tenía árboles cargados de regalos ni
guirnaldas, ni luces de colores. Ni había un Papá Noel que te entrara por las
chimeneas, que llevara trineo y cornudos renos.
y que se riera de forma estruendosa, y a veces estúpida.
Había,
eso si, un sencillo nacimiento en la iglesia: el Niño, la Virgen María, el
establo con sus burro y su buey. Los ángeles y los pastores y unos Magos
llegados de no se sabe donde, a adorar a Jesús-Niño, sin faltar la estrellita
que los conducía. Y se cantaban villancicos. Y tenías que abrigarte para acudir
al templo, que era frío como un témpano y no tenía calefacción. Las velas
encendidas acababan calentándolo. Y el arropamiento de la gente del pueblo... Y
pocas alharacas al final de año, o el Día de Reyes, donde cada cual dentro de
sus posibilidades obtenía lo que más deseaba. A veces, ni eso. Mirabas
desconsolado para los que lucían sus cochecitos, sus juguetes nunca vistos, o
sus vestidos recién estrenados... Pero no había envidia. Sólo tristeza y desilusión.
Los Reyes pasaron y no me dejaron anda. Ni siquiera carbón, como se decía.
De
noche te consolabas con el regalo de las lluvia, con el ulular del viento en
las ventanas, que alejaban los terrores nocturnos y te permitía dormir
plácidamente.
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