Suele decirse que entre nosotros no
existe un sentimiento monárquico arraigado, y que las nuevas generaciones,
faltas de empleo y desencantadas con el actual modelo de sociedad, tienen más
simpatías hacia una fórmula republicana que hacia la monarquía, que en tantos
siglos de permanencia apenas ha dado ejemplos de honestidad y servicio a la
ciudadanía. A Felipe VI le correspondería devolver la dignidad económica, mantener
la unidad y, sobre todo, afrontar una nueva forma de entender la institución,
con mayor transparencia, con fiscalización del gasto de la Casa del Rey y con alejamiento de
cualquier atisbo de negocios familiares, pelotazos financieros y corruptelas,
tan habituales hasta hace poco. Frente al descrédito de los últimos años de su
padre, el joven monarca está remontando en las encuestas de opinión y con él la
institución monárquica escala posiciones desde la pérdida de confianza en la
que había caído, pues formaba parte del amplio arco de las corrupciones
nacionales.
Los españoles no son verdaderamente monárquicos
como pueden serlo los británicos, pero han sido juancarlistas en la medida en
que el Rey restaurado por Franco supo traer una monarquía parlamentaria y una
práctica democrática con la que soñaban las mayorías a la muerte del dictador.
Está claro que la institución no está tan consolidada aquí como en el Reino
Unido, Holanda, Bélgica y los países nórdicos. La historia nos dice que en esos
lugares los Reyes aprendieron pronto a hacer cesión de poderes, a erradicar el
absolutismo, a gobernar de acuerdo con los sistemas parlamentarios, mientras
que España debió soportar a monarcas tan nefastos como los absolutistas Carlos
IV o Fernando VII, o tan poco ejemplares en su conducta como Isabel II, que
dejaron probados ejemplos de desvergüenza. La revolución liberal de 1868 mandó
al exilio a Isabel II y trajo más tarde el proyecto de instauración del monarca
italiano Amadeo I de Saboya, con cambio de dinastía incluido, pero el
experimento fue abortado porque las fuerzas representativas de la España Negra
asesinaron al general Prim, con lo cual hurtaron la posibilidad de una
monarquía representativa y dialogante.
El proyecto de la I República, con cuatro presidentes en un año y arraigo del
cantonalismo, no trajo paz ciudadana y cuando el general Martínez Campos
instauró la Restauración irrumpieron personajes tan poco valiosos como Alfonso
XII y Alfonso XIII. El resto ya lo conocemos: a un país pobre y analfabeto
llegó la II República y la aciaga guerra civil.
Quienes tenemos ideales republicanos no
podemos dejar de considerar que tras la proclamación de Juan Carlos I nuestro
país ha conocido etapas de bienestar y paz ciudadana poco habituales, y que con
Felipe VI la institución está superando la caída que padeció hace poco en la
opinión pública. La Reina Letizia es hábil y tiene buena presencia y además,
como señalan los expertos en comunicación, esta nueva monarquía brilla en la
prensa del corazón gracias a la presencia de las dos infantas: Leonor, futura
Reina, y su hermana Sofía.
La dinastía de los Borbones, instaurada
con Felipe V como rey reformador y alumbrada con Carlos III, acaso el mejor Rey
de nuestra historia, fue expulsada dos veces de nuestro país. La primera con
Isabel II y la segunda con Alfonso XIII. En base a la Constitución de 1978 esta
familia de los Borbones volvió a asumir la Jefatura del Estado, trajo consigo
una transición que nos colocó entre los países más evolucionados y ahora Felipe
VI es consciente de que su comportamiento en base a la ejemplaridad y la
exigencia podría garantizar la continuidad dinástica. La retirada del título de
Duquesa de su propia hermana Cristina demuestra su talante y su capacidad de
decisión, en cuanto es consciente del daño que la lacra de la podredumbre ha
incrustado en el Estado. La revocación del uso del Ducado de Palma, otorgado en su día por Juan
Carlos I a la infanta Cristina y disfrutado como consorte por el ex deportista
Iñaki Urdangarín, constituye una prueba más de la preocupación por el acertado
cumplimiento de sus funciones, pero pone también de relieve las lagunas
constitucionales para impedir que lleguen al trono personas no dignas de ceñir
la Corona. Hace tiempo que la infanta tendría que haber renunciado a sus
derechos sucesorios para ella y sus descendientes, pero en vez de eso ha
planteado su desafío. Está claro que el automatismo hereditario resulta
peligroso y es uno de los principales “peros” con que la monarquía tropieza cuando
es analizada por las nuevas generaciones, esas nuevas generaciones que padecen
el mayor índice de paro juvenil de Europa y que, pese a su alto nivel de
cualificación, están abocadas a emigrar hurtando a su país el esfuerzo
regenerador que se espera de la juventud.
Ahora que se aboga por una segunda
transición, el joven Rey ha de encauzar los sentimientos de descontento de las
periferias alentando una futura reforma de la Carta Constitucional para dar
mayor aliento al espíritu federalista que aleje los pronunciamientos de Artur
Mas y otros políticos empeñados en seguir la estela de aquel Ibarretxe que
desde el País Vasco pretendió también romper la unidad territorial. Con todo ello, los españoles perciben de nuevo que el Rey puede ser el
símbolo de la cohesión y la estabilidad institucional, amagando cualquier
empeño rupturista. De este modo, políticos como Pablo Iglesias procurar ir
centrando su discurso, atenuando pronunciamientos que signifiquen una gran convulsión
social.
Si Felipe VI continúa ejerciendo de
símbolo de integridad y coherencia, si la economía vuelve a traer trabajo y pan
para las mayorías, si se busca una puesta al día del texto constitucional de
1978 con alguna reforma de las funciones de las autonomías y la regulación de
instituciones tan aparentemente faltas de contenido como el Senado, esta
realeza puesta al día podría dejar sin muchas garantías de éxito un futuro
referéndum sobre Monarquía o República que no van a plantear los partidos
mayoritarios, pero que sí permanecerá en la declaración de intenciones de
algunas fuerzas emergentes. Y que, en todo caso, debería celebrarse.
Las próximas elecciones van a suponer
también un termómetro para la capacidad real de alternancia que traerían las
nuevas formaciones alejadas del tradicional bipartidismo. El ir hacia la conformación
y consolidación de cuatro fuerzas de ámbito estatal tampoco es una mala noticia
para los tiempos que se avecinan, con mayor pluralidad y alejamiento de las
fórmulas de mayorías absolutas, que se han evidenciado como malas consejeras en
tiempos revueltos. Unos tiempos próximos en los que, además de una institución
útil y ejemplar, los ciudadanos esperan políticos más honrados que los que
hemos padecido recientemente. Y, como se dice en la misa, así sea.
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