lunes, 23 de noviembre de 2015

Emmanuelle, mon amour

La guagua traquetea en la calima irrespirable, y para colmo en los últimos asientos se han puesto a fumar. Apretujado en una masa de sudor, sonámbulo en el vaivén de frenazos y arrancadas.

Después la modorra de los semáforos, los cruces con guardia, los bazares abigarrados de los indios y una multitud de turistas que quisieran llevarse hasta los últimos falsos souvenirs. Quizá fuera –como pensó luego– junto a la Plaza de la Feria cuando se produjo la aparición: ráfaga que cruza su piel, se apoya en su antebrazo, llega a rozarle los labios arañándolo de frescor. No sabía su nombre pero creyó escucharlo como un eco entre los vapores de gasoil y los pitidos del guardia que ordenaba la marcha. A su lado se escurrió la mujer rubia, casi albina, que dijo: I beg your pardon mientras arqueaba los ojos y fruncía la boca en un tic pícaro. Y –de pronto– al llegar a Alcaravaneras sonó el aviso de parada.

Vio al otro lado de la cristalera la playa rebullendo de quitasoles, una turba confusa en el agua: matronas exuberantes y chicuelos tiznados revolcándose sobre la arena sucia, cerca de cubos de basura repletos de moscas. No era todavía su parada pero de pronto se vio escabulléndose de brazos y piernas en la fila que se dirige pesadamente a la salida, y se supo en el suelo tras la figura de mujer que le había pedido perdón: una silueta seguramente hermosa, venida de otro universo de verdor perenne, sin moscas verdes ni callejuelas reventadas de excrementos, sin vocerío de chiquillos ni ese polvo del Sahara que abrasa los bronquios.

A pocos metros está el paso subterráneo: bajó con un par de zancadas y se le hizo insoportable exponerse de nuevo a los 38 grados que marca el termómetro a la hora de la siesta; estaba soñando horribles pesadillas de las que despertaba encharcado en sudor porque una tormenta de meteoritos sepultaba las cimas centrales, los picachos que coronan las calderas, el Nublo y el Bentayga, las cuevas de los guanartemes y los llanos que conforman las pequeñas mesetas sobre los desriscaderos.

El pasaje bajo la avenida olía fatal, meados y caca de perro, pero la siguió. Supo que iba delante porque maldijo al hundir su zapato en un charco de orín. Sorprendentemente, era un inglés de bajos fondos, cockney de la red de tabernas junto al Támesis en las que muchos se emborrachan entre música y canciones.

Después, nada más. Tal vez un chasquido imperceptible, como el desgarro de un ala en la pared (no un pliegue de tela, algo más metálico). Inconsistente, de todas formas.

“Si entra en los apartamentos, la sigo”, pensó. Justo trasponía el pasadizo cuando él lo iniciaba, unos metros detrás.

Al otro lado había quedado el trajín portuario, el tránsito loco de la autovía. Y aquí arriba Lucecita guiñándote un ojo desde el quiosco de revistas, en cuyo interior una mujer de luto ojea con displicencia las fotos de las familias reales, está ausente, no levanta la vista, no ha sabido nada. Los cuatro borrachines de siempre en el bar donde fríen pescado fresco. Perros sin dueño frotándose en los bancos de piedra de la plazoleta, y el barbero sin clientes absorto en la crónica del partido, y el pastor de la iglesia baptista esperando a sus escasos fieles.

Las 16.20 en el reloj. Va, pregunta: la mujer le mira sin siquiera levantarse del taburete. El barbero, sorprendido: que si le hace un corte a navaja. El pastor protestante: ¿qué le ocurre, hermano? Figuras de cera. Llega renqueando un nuevo componente: pescador de unos 60, encorvado sobre su sombra, con una bolsa de pulpos. Sigue de largo arrastrando los pies.

Las 16.25 y sin resolver nada. Solo ve esa pared encalada de las casas terreras de los marinos, desconchadas por los años y el abandono. Todo ocurre en segundos: Enmanuelle lo mira fijamente desde la portada del Interviú, ah revelación; arranca la revista del estante, la vieja chilla, aparece un policía municipal. Corre hacia él, se enfrenta, lo zarandea, está a punto de perder el equilibrio. Llama por el transmisor, está inmovilizado, lo introducen en el asiento de atrás, le colocan las esposas. Aun Sylvia Kristel consigo: es ella, al fin está entre sus brazos con su mirada cómplice, su cuerpo largo y desnudo como la brisa.
 
(1972, cuento integrado en el libro "El Mar de la Fortuna)

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