Un
bofetón de aire caliente y húmedo le dio la bienvenida en cuanto puso pie en la
escalerilla, después largas colas para pasar los controles. Todo sin prisa, con
esa calma del trópico.
–Tengo
unas chiquitas lindas –le dijo un hombre con un uniforme de maletero, que le
mostraba un álbum repleto de fotos.
–Gracias
–respondió sin apenas mirarlo, solo requería un baño de agua fría y un largo
sueño.
–No
importa, compañero. Yo te las guardo para mañana temprano. ¿A qué hotel tú vas?
Al
Habana Libre, lo cual significaba treinta dólares. Sin ganas de discutir
precios, tampoco quería escuchar al hombrecillo que en una larga retahíla le
anunciaba buena ganancia si canjeaba moneda por pesos, y que se empeñaba en
mostrarle más fotos.
–Esta
es Marlén, quince. Y esta es Yanel, tengo por seguro que no ha cumplido los
dieciocho. Ahí donde las ve, compadre, hacen teatro y son modelos.
Además
del calor y del pesado olor del mar, había un trío interpretando Guantanamera
una y otra vez, con un ritmo dulzón y pegajoso de guitarras, maracas y voces.
–Y
esta es Griselda, 19, estudiante de Ingeniería Química.
Luego,
ya en la habitación, descubrió que el aire acondicionado no funcionaba y se
asomó a la terraza para contemplar las cuadrículas de luz desvaída, una gasa
sobre las calles y los parques. Las ascensoristas parecían colegialas de
uniforme impecable, sonreían coquetuelas con sus dientes blanquísimos.
Olfateó
el salitre y le entró el capricho de pasear por el Malecón, por las piedras
sagradas de los desfiles y de los pasos del carnaval, en la avenida por donde
entraron los guerrilleros cuando la victoria. De entre las sombras salieron dos
chicos para agasajarlo con ron de Santiago, el verdadero Matusalén, y también
le ofrecieron buen cambio para sus billetes. Un coche policial se acercó para
comprobar los acontecimientos, los chicos cubanos no debían reunirse con
extranjeros. Y entre el cansancio del avión y el desorden horario apenas
disimulaba la flojera.
A
ella le había mandado un buen capital para ir resolviendo. Yotuel, que
confesaba 29 años, se quejaba de lo costoso de los trámites para el visado. Su
nombre era gracioso: yo, tú, él.
–Sí,
papito, claro que te quiero –eso decía con voz melosa cuando hablaban por
teléfono. La vería al día siguiente, así que tenía tiempo para conocer la parte
antigua. Por la noche, en La Bodeguita del Medio pidió un mojito y frijoles
negros, tasajo y yuca. Más tarde caminó por la plaza de la Catedral y empezó a
amar aquel lugar de belleza ajada, paladeó sus mil columnas y sus fachadas
desconchadas, la gallardía de sus bulevares, los tinglados del puerto, los
bares de turistas y los espectáculos. Todo le recordaba a su abuelo, el que se
quedó por aquí. Su guía no le había podido confirmar si conocía a gente
apellidada Castaño. Quién sabe cuántos primos podría tener regados por los
bohíos. Pero si nunca mandó carta alguna, era difícil saberlo.
Timoteo
pensó que tendría que descansar, Yotuel lo esperaba lúcido y certero. Abrió el
frasco de pastillas de dormir y se tomó dos. En las fotos que le había mandado
era linda, su carita tostada de mulata, sus ojos vivarachos, sus buenos pechos,
sus grandes caderas. El trataba de corresponder ofreciéndole las glorias del
mundo: sus huertas eran las mejores de la comarca, y qué decir de sus ovejas y
sus cerdos. Se acostumbraría al frío, pero su casa tenía buena calefacción.
A
las once y media ya estaba plantado en el lobby del hotel, con sus mejores
galas. En el bar lo vieron ingerir ron reserva, invitó a copas a los que
tocaban las músicas melosas, canturreó Guantanamera una y cien veces, bebió
hasta caer desmayado, porque Yotuel no apareció y él lamentó los muchos dineros
que le había enviado para poder traerla a su pueblo de Teruel.
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