Al atardecer, sentado en la silla
de cuero de becerro, el abuelo creyó ver una extraña figura, oscura, frágil y
alada volando en dirección al sol. Aquel presagio le hizo recordar su propia
muerte. Se levantó con calma y entró a la sala. Y con un gesto firme, en el que
se adivinaba, sin embargo, cierta resignación, descolgó la escopeta.
A horcajadas
en un caballo negro, por el estrecho camino paralelo al río, avanzaba la muerte
en un frenético y casi ciego galopar. El abuelo, desde su mirador, reconoció la
silueta del enemigo. Se atrincheró detrás de la ventana, aprontó el arma y
clavó la mirada en el corazón de piedra del verdugo. Bestia y jinete cruzaron
la línea imaginaria del patio. Y el abuelo, que había aguardado desde siempre
este momento, disparó. El caballo se paró en seco, y el jinete, con el pecho
agujereado, abrió los brazos, se dobló sobre sí mismo y cayó a tierra mordiendo
el polvo acumulado en los ladrillos.
La detonación
interrumpió nuestras tareas cotidianas, resonó en el viento cubriendo de
zozobra nuestros corazones. Salimos al patio y, como si hubiéramos establecido
un acuerdo previo, en semicírculo rodeamos al caído. Mi tío se desprendió del
grupo, se despojó del sombrero, e inclinado sobre el cuerpo aún caliente de
aquel desconocido, lo volteó de cara al cielo. Entonces vimos, alumbrado por
los reflejos ceniza del atardecer, el rostro sereno y sin vida del abuelo.
TATUAJE
Cuando su prometido regresó del mar, se casaron. En su viaje a las
islas orientales, el marido había aprendido con esmero el arte del tatuaje. La
noche misma de la boda, y ante el asombro de su amada, puso en práctica sus
habilidades: armado de agujas, tinta china y colorantes vegetales dibujó en el
vientre de la mujer un hermoso, enigmático y afilado puñal.
La felicidad de la pareja fue intensa, y
como ocurre en esos casos: breve. En el cuerpo del hombre revivió alguna
extraña enfermedad contraída en las islas pantanosas del este. Y una tarde,
frente al mar, con la mirada perdida en la línea vaga del horizonte, el marino
emprendió el ansiado viaje a la eternidad. En la soledad de su aposento, la
mujer daba rienda suelta a su llanto, y a ratos, como si en ello encontrase
algún consuelo, se acariciaba el vientre adornado por el precioso puñal.
El dolor fue intenso, y también breve. El
otro, hombre de tierra firme, comenzó a rondarla. Ella, al principio esquiva y
recatada, fue cediendo terreno. Concertaron una cita. La noche convenida ella
lo aguardó desnuda en la penumbra del cuarto. Y en el fragor del combate, el
amante, recio e impetuoso, se le quedó muerto encima, atravesado por el puñal.
Ednodio Quintero
(Venezuela, 1947) es un gran autor de cuentos breves y novelas.
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