refugiados e inmigrantes procedentes de los conflictos abiertos en tantos rincones del mundo. Todo esto en un momento en el que el mundo en que vivimos no puede ni debe activar una cultura segregacionista, porque la interdependencia y la solidaridad se han de abrir paso, a pesar de todos estos acontecimientos. El mundo se ha hecho pequeño, la aldea global exige construir una cultura y un humanismo con valores universales, con conciencia de la globalidad, más allá de las religiones y los valores añadidos, las tradiciones, los estilos de vida. Los desafíos de la convivencia son grandes, de la misma forma que el deterioro del planeta en el que vivimos exige acciones concertadas a fin de salvar el desastre climático.
En
cada país, en la conciencia de cada uno de los ciudadanos, deberían disiparse
los prejuicios y las exclusiones. No es el tiempo de construir más Muros de la
Vergüenza, ni de formular declaraciones unilaterales de independencia, ni de
armar más fronteras. No existe otra manera de encarar el futuro sino
construyendo vías de diálogo, puentes que estimulen la comprensión mutua y
recíproca entre las diversas comunidades. El espíritu de unidad aleja el germen
de discordia, destruye el afán de los grupos xenófobos y racistas que empiezan
a proliferar en media Europa, dentro y fuera de la Unión Europea. En la propia
Alemania existe un partido populista denominado Alternativa para Alemania y
también se hace notar el movimiento Pegida, que intenta conformar un frente
contra los inmigrantes de cultura islámica. Si bien hasta ahora los más de
cinco millones de turcos han subsistido en Alemania bien integrados en el
aparato laboral y social, nadie puede predecir que se construya un ambiente
incendiario.
Si,
además de esto, nuestro futuro político continúa en el alero aunque ha sido buena señal el acuerdo para constituir el Congreso de los Diputados, si también cae la bolsa china y el nuevo año abre incógnitas en el
comportamiento de la economía, si además en Cataluña arman a un nuevo
presidente de la Generalitat dispuesto a llegar hasta el final en el proceso de
ruptura, estamos ante caminos de difícil salida que exigen esfuerzos redoblados,
afán de consenso, generosidad y capacidad de negociación por parte de unos y
otros. No en vano la banca se ha pronunciado en varias ocasiones acerca de lo
que el proceso independentista puede suponer para las propias entidades, que
trasladarían sus sedes centrales fuera de Cataluña, del mismo modo que el
editor de Planeta advirtió que haría lo mismo si es declarada la independencia
unilateralmente. Está claro que en países fuertes con democracias consolidadas
los nacionalismos se han disuelto igual que un azucarillo en un café; es el
caso de Francia, Alemania e Italia, país este último donde la Padania norteña
pretendía también algo así como una declaración de independencia de la región
más desarrollada del país, que no quiere verse “robada” por el sur pobre y
desprotegido. Francia es un país tan centralista que apenas considera de valor
sus idiomas regionales, al cruzar la frontera catalana ya te das cuenta de que
todas las señales y las indicaciones comerciales están en francés. Caso aparte
es el del Reino Unido, donde en Escocia existe una línea secesionista que ya
fue capaz de obtener un referéndum y que amenaza con repetir la operación
cuantas veces sean precisas. Bélgica, que es un país dividido en dos con
idiomas, culturas y religiones completamente diferentes, sobrevive con
gobiernos que saben ejecutar bien eso de las coaliciones.
Es posible que lo
sucedido en Cataluña haya sido una puesta en escena premeditada con mucha
antelación. Esto de esperar al último minuto para dimitir y traer a un líder de
refresco que es todavía más extremista y entusiasta que Artur Mas parece una
maniobra teatral sabiamente urdida. Hay quienes piensan ya que con respecto al
gobierno que se ha de articular en La Moncloa podría suceder algo similar;
muchos regateos previos, muchas disquisiciones, mucho hablar de líneas rojas
que nunca se habrían de cruzar, para que al final salga adelante lo que quiere
la mayoría, es decir, un gobierno estable, serio y con capacidad para encarar
las reformas que están en el ambiente. Empezando por la propia actualización de
la Constitución, que necesita un lavado de cara y ojalá que algún día alguien
sea capaz de meter la tijera en una institución tan costosa, inoperante y
refugio de mediocres rebotados de la política como es el abultado Senado.
Porque ¿aparte de que el presidente del gobierno en funciones insista una y
otra vez en que la desconexión anunciada desde la Generalitat no será posible,
hay alguna iniciativa, algún asomo de negociación, alguna propuesta de enfriar
el ánimo belicista del nuevo cruzado Puigdemont, capaz de tirarse al monte en
cualquier momento?
Recordemos que la
economía es la base de los conflictos políticos. Y todo este impulso de Artur
Mas comenzó cuando reclamó a Rajoy que Cataluña disfrutase del mismo fuero
económico que el País Vasco, por aquel entonces los independentistas eran un 10
o un 15 por ciento de la población, mientras que ahora son casi la mitad del
electorado. En los últimos treinta años el independentismo ha estado presente
pues Convergencia i Unió siempre tuvo unas juventudes muy activas que
organizaban pitadas a Juan Carlos en las olimpiadas de Barcelona, llenaban las
paredes con aquello de España nos roba, y todo ello con el adoctrinamiento
intensivo del profesorado en los centros de enseñanza. En la provincia de
Girona hace mucho que si hablas en castellano nadie quiere contestarte sino en
catalán. Así están las cosas.
(Ilustraciones: www.republica.com, www.elconfidencialdigital.com)
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