miércoles, 14 de noviembre de 2012

Cenas de sábado: parejas y tentaciones


La tentación siempre surge en el momento menos pensado. Una simple mirada, un movimiento de los ojos, un rictus inapreciable en unos labios de carmín, una palabra más cálida que la anterior… Somos seres solitarios que odian estar solos. Y en las cenas con parejas amigas siempre tenía que aprovechar algún tema banal de conversación. Debía poner especial cuidado, porque ya dicen los ingleses que de religión y de política nunca se ha de hablar en la mesa. Por eso, procuraba no herir susceptibilidades.
                Pero solía suceder que alguien sacaba el tema de la otra vida y las experiencias paranormales.
                Esa noche éramos once personas a la mesa, de las que tan sólo conocía a una: Eduardo, el dueño de la casa.
                -Trabajo en el Conservatorio, que como ustedes saben está construido sobre el cementerio del convento franciscano y suceden cosas extrañas –dijo Emilio-.
                -Tengo entendido que en el siglo XVI eran enterrados allí los genoveses que vivían en la ciudad –añadió Eduardo, muy puesto en temas de historia.
                -Creo que sí. Fue un convento importante, con sus acequias y sus cultivos pioneros, en realidad casi fue el núcleo de la primitiva ciudad de Las Palmas. Pues bien: de noche, cuando nos quedamos ensayando partituras percibimos algo anómalo. Le ha sucedido también a algunos compañeros, ven presencias inauditas. Incluso se abren solas puertas blindadas que no puede mover una simple corriente de aire.
                -¿Hay guardián en el edificio? –preguntó Belén.
                -Hasta el guardián ha tenido ganas de salir pitando.
                Emilio lo fue explicando con mayor detalle. Dijo que alguien desordenaba las partituras, confundía a los otros músicos. Debía ser un espíritu juguetón, concluyó.
                -A mí estos temas me dan miedo –interrumpió Yanely, una dependienta de grandes almacenes.
                -Yo no creo en eso –advirtió Noelia, directora de una sucursal bancaria.
                Intentaron cambiar de tema. Pero Bety tenía curiosidad, una mujer desenfadada y sin prejuicios.
                -En realidad, hay muchas cosas que no conocemos. Incluso dicen que nuestro cerebro no trabaja al cien por cien. Desde que me separé y vivo con una perrita a veces me doy cuenta de que se queda parada, atenta a algo que sólo ella ve. Ladra sin motivo, luego se asusta y viene para que yo la proteja.
                -Pues si me lo permiten, añadiré que una noche tres compañeros y yo decidimos hacer algunas experiencias –Emilio volvía a la carga-. Por ver si en realidad hay algo en el edificio. No nos atrevimos a grabar sonidos pero sí nos pusimos a hacer fotografías.
                -¿Y qué sucedió? –Timoty, ATS de un hospital, era de los más curiosos.
                -¿Se cerró sola alguna puerta? –Bety se iba enganchando, casi sin querer.
                -No sólo eso, sino que por el techo de una sala se percibían con toda claridad pisadas.
                -¿No sería el viento?
                -Era una planta baja. Y no podía ser el viento, porque la secuencia de sonidos sería intermitente y en cambio lo que percibíamos tenía una cadencia regular.
                -¿Y en las fotos se apreciaba algo? –preguntó Norberto, un funcionario público.
                -En la mayoría no aparece nada digno de mención. Pero en cuatro o cinco sí vimos algo raro, un conjunto de bolitas pequeñas, transparentes. Y en una pared parecía dibujarse un rostro.
                -¿No serían los efectos del revelado?
                -No podía tratarse de eso, tomamos precauciones y contrastamos las fotos con expertos –Emilio estaba seguro de sus palabras.
                -No sigan, por favor. O si no esta noche no dormiré –dijo Yanely.
                Entonces pasamos al comedor. Abrimos un par de botellas de tinto de muy buen paladar, degustamos las distintas variedades de tortilla, los langostinos y los ibéricos. Bety había traído delicias de salmón que desaparecieron enseguida. La ensalada tenía de todo, incluso nueces, dátiles, trocitos de manzana y queso Roquefort.
                Era ya muy tarde, y dos parejas se retiraron alegando que tenían en casa una chica para cuidarles los niños.
                Al rato me quedé solo con el anfitrión: Eduardo, un excelente delineante. Pero me atemorizaron sus miradas. Alegué una excusa estúpida y me despedí. El quiso propinarme un beso de tornillo, pero logré escapar. “Me voy a Tafira”, le dije. “Mañana tengo que acudir al aeropuerto.”
                Al bajar en el ascensor alguien rozó mi espalda. Con unos dedos suaves, dulces, tiernos.
                No grité.
                -Esta noche tengo miedo. No me dejes solo –balbuceó.
                -Está bien –le dije-. Subamos.
                Cuando pronuncié esa frase debió quedarse tan sorprendido como yo mismo.

                Ilustración: Berlin Night Club, obra de George Grosz

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