Da
la impresión de que las campañas electorales a la antigua usanza interesan
menos que un partido de 2ª B. Los políticos ya no convocan actos
multitudinarios como en los primeros tiempos de la transición democrática, se
acabó aquello de llenar plazas de toros, se acabó la grada curva repleta en el
antiguo Estadio Insular cuando los poetas Agustín Millares y Pedro Lezcano
incendiaban los auditorios, se acabaron los mítines acalorados; ahora los
mítines se dan en espacios pequeños, en clubs de jubilados, por ejemplo, y nos
vamos pareciendo a Europa porque ya no nos entusiasmamos, contemplamos la
política desde una cierta distancia y desde una cierta indiferencia, como si no
nos importara. Y los actos públicos de la campaña suceden en centros en los que
la audiencia está constituida sobre todo por afines, por militantes, por gente
que va a aplaudir sin condiciones. Cataluña, las pensiones, la España
despoblada, la siempre mencionada pero nunca acometida reforma de la
Constitución que a su vez entraña la reforma del sistema territorial, la baja
natalidad, la inmigración, la eutanasia y alguna otra cosa constituyen el
núcleo de las propuestas. Parece que estamos condenados a repetir errores, a no
solucionar temas que vienen de viejo, y hay ya síntomas de que volveremos a
caer en la alegría del ladrillo, como si este fuera el único impulsor de la
economía nacional. Con el añadido de que en estas elecciones será importante
que la abstención baje, de lo contrario se podría deducir que el ciudadano está
molesto con toda la clase política, las corrupciones y los despilfarros, como
si todas las opciones que se le ofrecen no le merecieran confianza suficiente.
Y esa indiferencia hacia la cosa pública es bastante peligrosa, porque podrían
triunfar los extremismos de un lado y de otro.
Está
claro que hay un exceso de encuestas, y que no todas pueden ser verdad. Son tan
dispares y en principio otorgan una mayoría tan clara al PSOE que muchos
piensan en que se da un exceso de manipulación de los datos. Está claro también
que para la izquierda se trata de frenar al nuevo tripartito, es decir impedir
que se ponga el freno y la marcha atrás en derechos y libertades. Para la
derecha, el objetivo es impedir que Sánchez abra la puerta al desguace de
España por sus concesiones a catalanes y vascos. Los seguidores de Iglesias
podrán estar algo confundidos por las crisis y las divisiones internas, crisis
y divisiones internas que también afectan a los independentistas, divididos
entre Puigdemont y otras opciones algo menos incendiarias. Como se ha escrito
más de una vez, ahora el asunto es ocupar el centro político, aquel mismo
centro que demandaba Adolfo Suárez en las constituyentes del año 77, el valioso
centro deseado por la mayoría porque España no es exactamente de derechas ni
tampoco es de izquierdas sino que sociológicamente aspira a la moderación y a
que los conflictos se puedan ir resolviendo de manera civilizada. Entre otras
cosas, la sociedad demanda que los políticos que salgan de las inminentes
elecciones aprendan una asignatura que en Europa dominan sus colegas: la
cultura del pacto, la costumbre de la coalición, la cultura de saber renunciar
y negociar, la necesidad de limar asperezas y adecuar las pretensiones de cada
cual para así ser capaces de conformar gobiernos estables. Si los políticos
fracasaran en este intento, no sería raro pensar que los dos extremos
ideológicos, Vox y Podemos, podrían adquirir mucho protagonismo, especialmente
la ultraderecha que ya asoma en media Europa con apetencias de gobernar. En
este escenario, parece que el nuevo líder del PP expone un discurso más radical
que el de su predecesor Aznar y en cambio Sánchez se lanza a la calle con un
verbo más posibilista, porque sabe que las corrupciones no solo han sido cosa
del PP sino que también tumbaron al socialismo andaluz.
Sánchez
sabe que no es el candidato ideal, sus rifirrafes con otros líderes
territoriales del socialismo le han quitado el aura de virginidad que se le suponía
hace tiempo. A Rajoy se le puede echar en cara su inmovilismo, ya que a comienzos
de su gobierno el independentismo catalán parecía un fenómeno residual mientras
que al final de su mandato el asunto ya estaba muy podrido. En comunidades como
el País Valenciano la corrupción estalló por doquier, la política era cada vez
menos un servicio público. Los ricos se han hecho cada vez más ricos y a los
jóvenes no les llega un trabajo digno que les permita alquilar una vivienda,
los jóvenes de ahora tienen difícil emanciparse y por supuesto que no piensan
en tener muchos hijos, entre otras cosas porque no hay apoyos suficientes a la
natalidad. Alguna culpa respecto al paro juvenil tendrá la regulación del
mercado de trabajo, alguna culpa tendrá el desenfrenado incremento de los
alquileres.
El
dilema que se ve en dificultades para resolver tanto la vieja como la nueva
política es resolver el empobrecimiento de la clase media, pues el crecimiento
económico, la mejora de la economía, no se traducen en una mejora sustancial de
las condiciones de vida de la mayoría. Pues tener un empleo digno es más que
problemático, y los sociólogos se preguntan si podremos tener un modelo
económico alternativo al turismo/construcción. Ya algunos aprecian síntomas de
que podría llegar más pronto que tarde una nueva burbuja inmobiliaria.
Todos
los partidos hablan de reducir impuestos cuando lleguen al poder, pero es una
quimera, pudiera ser incluso una mentira tan grande como una catedral. Y lo
peor es que se tiene la impresión de que los dineros públicos están mal
administrados. Somos un país de pícaros donde la gasolina siempre sube por
Semana Santa, somos una nación donde la Justicia funciona bastante mal, somos
una comunidad sin pacto estatal de educación, somos una colectividad que
después de tantos siglos de historia parece poco enhebrada, somos una tribu en
la que cada cual quiere ser diferente del resto, de ahí que los nacionalismos
tengan un caldo de cultivo tan surrealista como el hecho de que en Baleares no
sean admitidos los médicos que no dominen el catalán, y por supuesto que ni
jueces ni otros funcionarios son bien recibidos en los territorios donde ahora
las lenguas regionales desplazan y ningunean al español que deberíamos hablar
todos. Asuntos que en los países vecinos –Francia, Italia, Portugal, Alemania,
etc.- han sido superados hace tiempo pero aquí reverdecen porque existe la
tentación a volver a los reinos de taifas, aquello de Viva Cartagena libre.
Hola
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