Para
olvidar a Raquel, Enrique Frutos decidió darle otro giro a su vida. Tenía que
variar su forma de vestir, debía cambiar el coche y por supuesto olvidarse del
pisito de alquiler donde ambos compartieron dos años de vida en común. Otra de
las cosas que hizo fue tirar la alianza con la fecha en que se conocieron, y un
día más tarde lanzó a un arroyo el reloj que ella le había obsequiado. Era de
buena estampa, suizo legítimo, con su cronómetro y todo. Un tren cruzó a lo
lejos como una exhalación cuando pensó que conservarlo le traería mal fario, le
recordaría los momentos de dicha y desconcierto, así que de buena gana cambió a
uno japonés, de cuarzo, digital. En su negra esfera, con implacable precisión
marcaba los segundos, las décimas y centésimas. Pero le asustaba su maquinaria
tan rigurosa como una guillotina en el instante exacto de zanjar una relación.
Prefería mañanas en una playa de arenas negras, encuentros y desencuentros que
habían ido configurando aquellos años, los asaderos en compañía de amigos
comunes, la etapa de la universidad, la excitación ante el primer trabajo y la
otra gente que también guiaba sus pasos por relojes como el suyo.
No
tuvo otro remedio que ponerle una pila alcalina para que siguiera latiendo.
Pero todo fue en vano: una extraña inercia hizo que de nuevo su esfera se
quedase inmóvil.
Solo
volvió a andar el día en que realmente la olvidó: fue al verla besándose con su
mejor amigo de infancia, al doblar la esquina de una calle del Madrid de los
Austrias, él entraba y ellos salían de una taberna de la Cava Baja. Con toda la
hipocresía que fue capaz de atesorar se detuvo para saludarlos, con la mayor
frialdad posible les preguntó por su vida y por sus planes, y trató de
mostrarse indiferente cuando supo que justo hacía un mes que habían vuelto de
su viaje de luna de miel a Bali.
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