A medida que intentaban blanquear las paredes sombríos rostros se dibujaban en ellas. Nadie había entrado en el salón principal, los perros se negaban a husmear allí y -por más que los azuzaran- permanecían en la puerta aullando sin parar. Pero el viejo don Cosme, el cascarrabias y seductor, no claudicaba fácilmente ni se andaba con chiquitas.
Era una casona antigua, de casi tres siglos, entre Velhoco y Las Nieves. Santa Cruz de
-¡No lo hagas! –fue el grito de su hija y de sus nietos.
No iba a detenerse por tonterías. Y entró, vaya que sí entró, y hasta arrimó sus brazos a la gran cama de hierro que nadie había podido mover. Como si hubiese roto un ensalmo, en cuanto tocó la estructura podrida por herrumbre pudieron sacarla los que seguían sus pasos.
Pronto fueron desapareciendo las aves y los insectos. Las labores de limpieza duraron semanas, pero no se desvanecían los rumores sobre el crimen allí había acontecido, ni sobre el amor incestuoso culminado entre sus paredes. Tampoco parecía desvanecerse la dama inglesa que recorría las estancias con su quitasol leyendo
-Saluden, no sean mal educadas.
Así les hablaba el anciano a sus nietas cuando ellas, casi histéricas, le señalaban la presencia. Poco a poco fueron acostumbrándose, llegaron a darle las buenas tardes y a despedirse de ella como si fuese real. Y lo hacían con tal aplicación que la extraña llegaba a sonreírles antes de volatilizarse. En especial la pequeña Laura llegó a acercarse a ella en sus juegos infantiles, con la esperanza de que tarde o temprano le regalaría alguno de sus vistosos camafeos, incluso le enseñaría el secreto de aquel punto de bordado que practicaba bajo el porche.
-Se lió con su hermano y, al saberlo, su propio padre hizo que el chico se subiera al vapor de Buenos Aires. A ella la estranguló con sus propias manos, y acto seguido se pegó un tiro en la sien.
Esas fueron las habladurías de las comadres, incluso añadían variantes que hacían más morbosa la historia. Pues en realidad quien dejó preñada a la joven Clara fue el viejo. Y como nadie tenía redaños para romper la maldición, nadie habitaría de nuevo el lugar. Ni siquiera era el cuerpo del antepasado el que reposaba en el panteón familiar, pues lo lanzaron al mar en un tonel de brea.
Muchos dudaban de que semejantes hechos hubiesen sucedido alguna vez, hasta las personas de mayor edad se contradecían cuando narraban sus recuerdos de tan terribles sucesos.
Qué más da, decía don Cosme. Lo único incuestionable venía a ser que él fue un gallito de pelea, un macho fajador, y que a su vuelta de América supo adaptarse al pueblo con tal eficacia que –a pesar de sus manías- lo consideraban hombre ilustre. Como si fuese el padrino de un clan de Sicilia al que reverenciarían hasta sus propios enemigos. Porque él había cumplido con su deber, hasta reconoció al hijo que tuvo con la hija de la sirvienta que lo atendía.
Todo se puede arreglar si se actúa respetando las normas del clan, con la habilidad de los Monteverde: gente de tierra adentro que también sabía vivir a la orilla del mar. Dicen que eran judíos conversos, y que
-Pobre loco –exclamaron las nietas del indiano cuando las cosas volvieron a como estaban: regresaron los insectos y la casa se pudrió en una destrucción tan acelerada que la declararon en ruinas.
Vaya gente. Ignoran que a mí, Satán, me encanta jugar con las almas extraviadas de los humanos. Además, no he sido tan malo: ahora les darán la licencia para que puedan construir en el solar un edificio de apartamentos.
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