lunes, 15 de julio de 2013

El pianista en verano

Al despertarse, echó el pie adelante; se duchó canturreando un aria y luego tomó su papaya con zumo de naranja. Se puso el bañador que –a pesar de su ridículo diseño- le traía buena suerte. La mañana era un abrazo de arena y sol, por fortuna apenas soplaba el viento.
Se vistió con calma, se repasó la barba, se peinó y pidió un taxi. Le complacía el hotel con sus buganvillas lilas, le encantaba el mojo verde con pescado, le sorprendía la fuerte impregnación de yodo. Y ahora tenía la cita habitual antes del concierto. Estrechó la mano del director y besó a la concertino rumana; se permitió algún coqueteo con la viola solista, la rubita de Quebec.         
El director había liberado a los músicos del caluroso frac que tanto agobio les habría provocado, sólo él luciría la solemnidad del negro. En su camerino calculó que cuando iniciara el concierto número 3 para piano y orquesta de Rachmaninov ya sería el día siguiente en Moscú. La nieve cubriría los bulevares y las plazas, y quiso retener la imagen de las arenas soleadas y los turistas aplicándose aceites y cremas solares. Días antes, la humedad le había expansionado el alma, la mejor terapia para una crisis. Contemplaba el valle de plataneras, las casas rurales adornadas con flores, las docenas de estanques redondos que semejaban pequeños soles y la franja que formaba el mar al chocar con el basalto, y pensó que algún día se retiraría con una mujer hermosa a un lugar así.      
Se le presentaba un desafío, una de las piezas más complicadas del repertorio. La detestaba más de uno pero no él.                
Al entrar en el Allegro revivió melodías de su infancia; le gratificaba la sencillez que desarrollaba la orquesta mientras él se aplicaba a tejer una ornamentación cada vez más exigente. Sus dedos iban veloces por el teclado, precisos, cortantes o acariciadores. El Intermezzo saludaba con formas ricas de un único tema que se encargaba de matizar. Afluía una percepción más rápida, se adentraba por ríos y praderas y -justo en el instante en que comenzaba a decaer- emergía con un trote largo que conducía directamente al final. Era una cabalgada feroz, y atacó.            
Justo en la décima de segundo en que reconocía el precipicio recordó la llamada matutina. Sus manos no cedieron sino que avanzaron campo a través, él era un explorador desbrozando la selva. Dejaba atrás un mar de dudas y se sumergía en una fase rítmica vibrante, como si huyera. En pleno colofón escuchó los primeros aplausos. Bajó la cabeza respetuosamente unos instantes, sudoroso, y buscó refugio entre bambalinas. Hasta tres veces salió al escenario.    
-¡Bravo! –exclamó la concertino.            
-¡Bravísimo! –le gritó la viola solista del Canadá; él se sonrojó cuando la vio tan enardecida, sus mejillas resplandecientes.          
Colosal, dijeron los periódicos. Un derroche de profesionalidad que atrajo la atención del público. ¿Pero qué estaría haciendo Sheila en Vancouver? La pasión contenida del compositor fue traducida por quien se enfrenta con las dificultades virtuosísticas de la pieza, y –sin ser un intérprete especialmente profundo en sus planteamientos- logró una buena integración en el conjunto, tanto en los pasajes de bravura como en las distensiones líricas. ¿Le habría vuelto su depresión cíclica? ¿Estaría contenta o se sentiría traicionada una vez más por las veleidades de Giorgio? En sus solos evitó amaneramientos innecesarios, decía el crítico como culminación. ¿Quién sería el hombre camuflado bajo aquellas iniciales? ¿Acaso un compositor frustrado?
Lo más grave se reducía a la falta de noticias, porque se había desconectado de telefonazos ansiosos. No podía destrozar su carrera obnubilándose en la sospecha.     
Pero tampoco era capaz  de permanecer así.   
Primero no había cobertura. Dio unos pasos y repitió la llamada pero el número no estaba disponible, una y otra vez salía su buzón de voz.                  
-Alló!    
Ni rastro.            
Repasó filósofos antiguos, no en vano aconsejaban atemperar las emociones, renunciar a lo accesorio. Ningún exceso, ni en el triunfo ni en la derrota. Sobre todo ahora que lo asimilaba: difícilmente iba a conocer a Sheila aunque presuntamente -por esas casualidades de la vida- en verdad sería su media naranja. Un 92 por ciento de compatibilidades, su trigésimo segundo intento en la sección de Pareja Perfecta. Habían chateado hasta altas horas, se habían intercambiado docenas de fotos, incluso habían hecho el amor. De una manera controlada pero real lo consumaron, con todas las precauciones eso sí. Es cierto: llegar a la plena posesión es mágico, nunca se olvida, te crea un lazo permanente con la persona. Ella era caucásica, cristiana, bebedora casual, no fumadora, licenciada, máster. Música de jazz/blues, pop/rock, ópera/clásica, naturaleza, tenis/deportes de raqueta. 33, Ojos verdes, pelo castaño rojizo, entre 157 y 169 centímetros de estatura, complexión atlética. Desde el principio afirmó que sobre todo se proponía encontrar una persona especial, romántica, detallista y comprometida, con las ideas claras. Que le apetezca caminar una tarde, o soñar una noche. Que le guste el arte, porque yo soy arte. Que quiera vivir, pues yo soy vida. Que le fascine el chocolate, ya que soy cacao. Que tenga todos sus rollos resueltos y se muestre diáfano. Galante, caballero y elegante. Tan alto que al mirarlo he de creer que disfruto el edén. Amigo de soñar, decidido a inventar cuanto quiera y pueda a mi lado, incapaz de mentir y nada egoísta. Por supuesto soy una dama en mis cuatro puntos cardinales: cariñosa, artista, enamorada, romántica, brillante, independiente, poeta, amante y señora de su casa. Una mujer que tiene sabor a sal y a azúcar. No precisaba un practicante de fitness pero sí alguien con atractivo físico e inteligencia, y sobre todo con un buen sentido del humor. Entre 33 y 39, para amistad/relación/romance/compañero de viaje. Una cosa le advirtió: this could be a long story, or a short story. Of course, respondió él.
-Por ti –brindó un largo sorbo de champán.
Se tiró de cabeza en la piscina, y no paró de hacer largos. Dejó de sentirse fatal porque ella hubiese retirado sus referencias, no le atraía conectar con él. Eso había sido lo peor: estar pendiente de un hilo, pegado al cristal líquido de su portátil como un gusanito. No le quedaba otra solución que mandarle un e-mail a Marianne, nivel alto en francés y medio en inglés. Aunque fuera practicante Hare Krishna, divorciada y fumadora ocasional, le resultaba insinuante. Además residía en Calais, una ciudad encantadora. Un lugar de orilla, un puerto de paso hacia el otro lado. ¿Describirse a uno mismo para rendir a un desconocido? Cuántas dudas… Soy una chica de complexión media, alta, con unas piernas tan largas que cuando me introduzco en la bañera me creo sirena. Me cuido tanto o más que a mis bonsais y sencillamente busco un amor.
Pero ¿por qué diablos no le había hecho una proposición a la concertino? ¿Y qué decir de la viola solista? Demasiado jóvenes, debía ser eso. Le daban pánico si no llegaban a los treinta, suponía que todas eran unas lanzadas con ganas de jugar. ¿Tal vez lo paralizaba el miedo al compromiso? ¿O más bien les tenía miedo a las mujeres de carne y hueso? En fin: necesitaba sus capsulitas de ginseng rojo para afrontar el día. Todo calculado: ahora sí iba a mandar su propia fotografía, conservaba ciertas esperanzas. Le tocaba arriesgar a fondo y hacer realidad las maravillas, ya que iba a cumplir dieciocho y –en el sentido literal del término- todavía era virgen.

1 comentario:

  1. Delicioso, me he bebido un batido refrescante en un verano ardiente.

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