lunes, 22 de julio de 2013

Honores póstumos

Lo atormentaba la situación: no poder salvar la masa de células donde habían residido sus pensamientos y deseos, la agenda de su vida. Ciertamente, consideraba que de haber nacido en otro lugar y en otra época habría sido un benefactor de la humanidad. Un inventor similar a Edison, un músico con la pasión de Tchaikovsky, un sabio.
Pero sólo era un modesto funcionario capitalino en situación de retiro que cada día pensaba en volver a su isla natal. Con tanto tiempo libre le había entrado afición a figurar en los periódicos, daban su foto al frente de sus artículos sobre la flora y las bellezas naturales de su añorado terruño y convidaba a unos brindis en el bar del casino para recoger comentarios. Además le habían encargado varios pregones de fiestas patronales, incluso actuó de mantenedor a la derecha de la Reina de las Fiestas, a su difunta esposa le habría encantado ver lo bien que le quedaba el frac. Recordar a Nievitas siempre le originaba una tormenta en el estómago: aunque nunca disfrutaron un hijo y tampoco llegaron a conmemorar las bodas de oro, lo cierto es que se habían comprendido muy bien. Muchos lo envidiaban por eso, en la lotería del matrimonio siempre se consideró un afortunado. Una mujer lista y trabajadora que supo sacarle mucho partido a la tienda de ultramarinos, peseta a peseta supo guardar para su vejez. ¿O más bien se empeñó en hacer la pellita para Lourdes y Pablo, esos botarates que parecían hienas esperando devorar la presa? Los sobrinos eran unos aprovechados y las  discusiones siempre venían de ese lado. Pero por lo demás había tenido mucha suerte, hasta lograron visitar la gran ciudad de París, viajaron a Roma y contemplaron al papa asomado en el balcón.
En el amor fue afortunado, se había llevado una mujer pequeñita de cuerpo pero de gran corazón. Su error fue totalmente involuntario: venir al mundo en un espacio erróneo, y crecer sin posibilidades de trascendencia. ¿Quiénes se habían aprovechado de sus teorías? ¿Quiénes seguirían recordando sus sonetos con estrambote al Cristo, su intervención en la Bajada de hace veinte años? ¿Y su oratoria, tan pausada y florida, la noche de la Fiesta de Arte?
Intentaba rebelarse ante la idea de que su arma más poderosa –el revoltillo de materia gris partida en dos lóbulos, retorcida en circunvoluciones como los engranajes de una maquinaria – iba a volatilizarse. En un soplo se evaporaría, y ello resultaba abrumador.
-Qué desolación –se repetía.
Se atormentaba con su conciencia de fugacidad. Fatal que una persona como él se viera condenado a derretirse en el éter sin afianzar su legado. Sus temores no resultaron vanos pues el fatídico día todo sucedió como él había supuesto. La noche fue animada: unos y otros contaban chistes verdes mientras se pasaban la botellita de coñac para espantar el frío y alejar el mal fario. Pero a eso de la una los viejos empezaron a quejarse de su reuma, Juana necesitaba ocuparse de los niños que les había dejado a unas vecinas, Nicasio tampoco quería ser el único; así que los empleados cerraron las puertas y él se quedó como un despojo, olvidado.
En el momento del entierro todos quedaron extrañados cuando conocieron su última decisión: renunciaba al panteón familiar, sus mármoles y ornamentaciones, su ubicación en lugar preferente del camposanto. ¿A qué venía tal insensatez?
-Ultimamente padecía de claustrofobia –explicó Nicasio-. Aunque más bien era una idea que se le había ocurrido a su mujer.
-Sufría pesadillas y decía que, por mucho paño suave que le coloquen, un ataúd es el peor lugar del mundo. Además, no toleraba que le pusieran una pesada losa encima. Eso sí que no: le generaba una terrible sensación de asfixia.
-¡Qué pena de hombre! –dijeron sus amigos al final de la misa de corpore in sepulto.
-Sí, pero ahora ya podrán nombrarlo Hijo Predilecto, ponerle una calle en un barrio alejado, o concederle algún homenaje de importancia. Cosas así.
-Anda, eso sí –reconocieron.
El horno incinerador era pequeño y con tanta labor por la epidemia de gripe le dieron hora para las seis de la mañana. Nadie contempló cómo se transformaba en una leve nube que se perdía en el amanecer.
Tanta envidia empecé a sentir que también me empeñé en recibir honores póstumos, así que me he puesto a pormenorizarlo todo con los concejales de mi pueblo. Yo no pienso desaparecer de este mundo hasta dejarlo todo atado y bien atado, pues ya se sabe que la gente tiene flaca la memoria, y basta que no estés presente para organizarte la marimorena.  

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