martes, 13 de diciembre de 2011

El Príncipe de Asturias para Joaquín Sabina

La noche en que ya iba por el tercer Chivas sin agua ni hielo me metí en un local cutre de la playa. Me había abandonado una amante por un contrabajista de la Filarmónica que tenía coleta y trataba de preparar mi nuevo intento de suicidio, pues para abrirme las venas un médico amigo me había facilitado un bisturí de última generación, totalmente indoloro si el acto se acompaña con un lieder de Schubert. El local era un viejo piano bar, pálido reflejo de lo que fue esta ciudad en los setenta, la playa repleta de discotecas, Orlando Hernández en Ripoche Street, el Derby lleno de Ulrikes que tenían una cita a las 8. Escuchamos canciones canallas de Sabina, trovador urbano del sentimiento trágico de la vida, tan arraigado en el alma española como las corridas de toros, la idea del infierno, las procesiones del Viernes Santo o el culto a la muerte. Ponían temas de 19 días y 500 noches, y pensé que si el Príncipe de Asturias se lo dio un jurado al grandísimo Leonard Cohen, y en él personificaban a los juglares desde Pete Seeger a Bob Dylan, Donovan, Joan Baez y unos cuantos más, han de darle el Príncipe de Asturias al ángel-demonio Sabina antes de que llegue la III República. Hace años Joaquín y yo nos cruzamos por la Plaza Jacinto Benavente pues él siempre viraba hacia Carretas, tal vez para subirse al metro en pos de una lágrima de arcilla y una princesa yonqui. Por aquellas fechas recibió en su casa a don Felipe de Borbón y a su mujer doña Letizia, futuros reyes consortes si Urdangarín se tranquiliza y no provoca un referéndum sobre las espinosas cuestiones del futuro imperfecto. Joaquín es genial para los desesperados que en el fondo son pesimistas alegres. A lo que iba: pusieron temas canallas de Joaquín que los dipsómanos cantamos a coro, desafinando. De madrugada Las Canteras refulgía bajo el puñal de la luna llena, a marea vacía y con el agua en calma era una de las mejores postales del mundo. Incluso vi a Manuel Padorno, por Punta Brava. Y Alexis Ravelo y José Luis Correa, pues teníamos que investigar un caso bien jodido. Al llegar a casa en las frías medianías me esperaba la gata sobre el sofá y para darme valor puse El Rey, de José Alfredo Jiménez, y rancheras trágicas de Víctor Ramírez. No me suicidé esa noche.