Todas sus amigas se habían casado con los mismos rituales.
“Y el sacramento fue instaurado para hacer crecer una prole cristiana, para que los cónyuges se ayuden a llevar la vida y las flaquezas. Los esposos habrán de estar unidos hasta que la muerte los separe.”
Tuvo un presentimiento del caos y así –en vez de pensar en el banquete a celebrar en el cercano cortijo– le vino un ataque de ansiedad. El altar mayor estaba adornado con azucenas y rosas blancas, pero le dieron ganas de salir corriendo. Ya avanzaba el verdugo, ya le ataban las manos, ya le colocaban la capucha: lo afrontó como un hombre, no se movió del sitio. Agarrotado por el temor al ridículo, ofreció su cuello para la decapitación. A fin de cuentas, le pareció justo: tras aquel braguetazo había vendido su alma al diablo y a la hija de un marqués. Y eso no era lo peor, mucho más grave es que no se había operado de fimosis y, en realidad, seguía siendo virgen.
(De “Minitextos de amor y lujuria”, Edic. Idea)
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