El perro
A Víctor
Erice
De repente,
desde la penumbra, aquella insólita vaharada. Aquel tufo a saco húmedo.
Aún acogotado por el frío de la noche, no pudo evitar que el
corazón diera una vuelta de campana. Antes de sacar el llavín de la
cerradura, notó la congoja en su propia voz al mismo tiempo que le
sobrevenía un escozor punzante en todas y cada una de las raíces del
cabello.
Pero qué es esto, dijo.
Otro en su lugar hubiera vuelto a la acera con un portazo.
Pero si se mantuvo clavado en el umbral no fue por valentía, ni por
curiosidad. En un gesto inconsciente alimentado por la costumbre, tanteó la
pared con la mano izquierda hasta pulsar el interruptor de la luz. Entonces
lo vio.
Echado en medio del zaguán, con la cabeza inmóvil sobre el
suelo, el perro resoplaba una baba blancuzca mientras su lomo trepidante
crecía y decrecía como el fuelle que aviva un rescoldo.
Transcurrieron dos o tres minutos de silencio compartido, frente
a frente. Al principio no se atrevió a pasar por encima del animal, no
fuera a revolvérsele con rabia o con temor. Esperó a que la bombilla se
apagase sola y volvió a encenderla. Daba la impresión de que el
temporizador de la luz, en el arranque de su estrepitoso tictac, había
empezado a tocar a rebato, del sótano a la azotea.
Socorro, murmuró con amarga ironía.
Era muy tarde para esperar la llegada de ningún vecino. Por
asco más que por precaución, jamás se hubiera atrevido a mover, ni tan
siquiera a tocar, aquel despojo maloliente. Además, sin duda al menor
esfuerzo se reproducirían las molestias en el estómago, esas certeras
punzadas que desde hacía unas semanas le recordaban de forma intermitente
cómo y por dónde se ensañan los achaques de una edad incierta.
El perro lo miraba con párpados cansados, enarcando sus cortas
y anchas cejas de viejo fumador de pipa, como queriendo decirle que no
podía más, que le echase una mano, que le diese el tiro de gracia, por
favor.
Alzó el codo para fijarse en el reloj de pulsera. No iba a
quedarse allí toda la noche. De cualquier forma, tarde o temprano tendría
que subir y al fin y al cabo resultaría inútil salir en busca de ayuda. Los
coches pasaban de largo sobre los charcos del pavimento.
Ya sé que no puedes más, le dijo al perro y se le acercó con
cautela.
Tras un infinito instante de titubeo, sin perderle la cara dio
dos pasos hacia atrás. Pegando los omoplatos al panel de los buzones,
levantó la rodilla derecha despacio, muy por encima del rabo tembloroso,
para desplazar y asentar la planta del pie, como un péndulo, al otro lado,
junto a la esquina del ascensor. Luego repitió la operación con la pierna
izquierda, igual que un equilibrista que demora su tránsito sobre la cuerda
floja sin inclinar la cabeza. En el trance llegó a susurrar la palabra
“tranquilo”.
Superado el obstáculo, apretó varias veces el botón del
ascensor, como si le fuese la vida en ello. Al apagarse de nuevo la luz, el
aliento entrecortado del perro se tornó fosforescente.
Una gota de sudor cuello abajo redobló la desgarradora
sensación de suciedad en su propio cuerpo. La cabina traía en el
parsimonioso descenso un fulgor de ángel custodio.
Mierda, dijo al sentirse a salvo.
El perro gris, derrumbado en la misma posición, sólo intentaba
mover la oreja en señal de algo que escapaba a la lógica del miedo. Era un
bicho imponente, por su tamaño y por su pelambre de rata.
Con un ligero temblor en la papada, hizo sonar las llaves para
que Marta le respondiese, como siempre, desde el cuarto de la tele. En
cambio se oyó un repiqueteo de agua en el fregadero de la cocina.
Ha llamado Luis, le dijo Marta con tono suave.
¿Y qué tal?, preguntó de lejos, doblando el abrigo sobre el
respaldo de un sillón.
Hoy expulsó a un chico de clase y el director lo llamó a
capítulo.
Ah.
Llamó a capítulo a Luis, sabes.
¿A Luis?
Resulta que no se puede expulsar a ningún chico del aula.
¿No?
Está prohibido. Por ley.
Pues sí que.
Envuelta en la bata rosa, sentada junto a un lateral de la
nevera, Marta fumaba uno de sus insípidos Fortuna Lights. Marta es de las
que cuando se ensimisman con el cigarrillo en los labios emiten un grave y
granuloso zumbido nasal de afirmación. Él nunca ha sabido qué encuentra de
repulsivo en ese dulce tic, ese dulce y breve zumbido de quien saborea a
gusto cada bocanada como si retuviese un caramelo blando entre la lengua y
el velo del paladar.
¿Hay café?, le preguntó desde el cuarto de baño.
Quedará una taza.
Marta apretó la colilla contra el fondo del cenicero y,
sacudiendo los fósforos en su cajita, anunció que se iba a la cama y que en
la despensa había bizcocho fresco, y le pidió que se acostara pronto y no
dejara nada encendido como la otra noche, que así vienen luego los recibos
de la luz, como los de un palacio.
Él no se enteró porque en ese momento, absorto sobre el
lavabo, se enjabonaba las manos a conciencia. Temiendo que aquel olor del
zaguán se le hubiese adherido a la piel y a los huesos, e incapaz de
encender el ruidoso calentador sólo por no molestar a los vecinos del a y
del ce, se lavó los brazos y la cara con agua fría.
¿Me sirves una tacita?, preguntó al otro lado de la puerta,
pero Marta ya se había metido bajo las sábanas, con los ojos abiertos,
fijos en las vetas de la madera del armario. Suele dormirse buscando en
esos caprichosos dibujos el contorno de alguna figura emparentada con las
sombras de las paredes.
¿Marta?
Ella seguía despierta, aunque para el caso daba igual. Una vez
acostada, ya puede el mundo venirse abajo. A esa hora exacta reposa la
mirada sobre la puerta del armario como lo haría una recién nacida. Como un
pez.
Marta, insistió él, ahora en la cocina y sin esperar
respuesta.
La cafetera se había enfriado a un lado del fregadero. Sobre
el café flotaba una lámina de espumilla ácida.
Sin ánimos para prepararse nada, comió una teta de pan con
mermelada de limón y volvió al lavabo para cepillarse los dientes.
Siempre espera delante del televisor encendido, con las
pantorrillas en alto y los talones unidos sobre un taburete. Al acabar la
última edición del telediario, se engancha a una película de detectives o a
un programa presentado por personajes extravagantes que levantan la voz más
de la cuenta. Luego no le queda otro remedio que retirarse al dormitorio.
Para entonces Marta anda sumergida en el primer sueño, resollando sin
energía. Aunque por fuerza se ha habituado al compás de sus suaves bufidos,
a veces en un arranque de inexplicable maldad la toca con el dedo en el
hombro para que calle o cambie de ritmo o se voltee. Ella no se entera pero
acata la orden con un murmullo que desprende olor a jarabe.
Esos Fortuna Light…, le dice en tono de reproche, aprovechando
que no lo escucha ni está para chácharas. La palabra “light” la pronuncia
con un lado de la boca levantado. Nadie odia tanto el rastro de tabaco como
un antiguo fumador.
Dobló la almohada y ladeó la cintura apenas medio palmo por si
volvían las molestias en el estómago. A pesar de no tener a mano las gafas,
le hincó el diente a un crucigrama blanco. No le importa dejarlos a mitad,
ilegibles por el exceso de tachaduras, en el mejor de los casos para
retocarlos a lo largo de la mañana siguiente. En cuanto la cosa se
complica, los abandona y los cambia por la lectura del suplemento dominical
del periódico. Como buenamente puede dosifica el suplemento a lo largo de
la semana, página a página, madrugada a madrugada; tanta variedad de temas
e imágenes aturde un poco pero por eso mismo ayuda a pasar la noche en
blanco. Sin embargo este crucigrama parecía asequible y mal que bien le iba
saliendo. El crucigrama blanco no es ninguna bagatela. Desde el principio
hay que averiguar por dónde acaba, más o menos, la palabra en horizontal
para ver si la supuesta casilla negra que la acota coincide con la de la
columna vertical que se le acerca perpendicularmente. Eso requiere su
técnica y su tiempo. En cualquier caso cuenta la intuición, más incluso que
la experiencia. La intuición o la sagacidad de quien simula no tomarse muy
en serio el potencial de su propia memoria.
De pronto, antes de aceptar que ya se hacía inevitable la
primera tachadura, entrecerró los párpados un instante para recrear en la
mente la figura escuchimizada del perro. Del rabo al ancho hocico. No se le
había ido de la cabeza. Imposible. Aquella especie de fardo húmedo
acalorando y volviendo irrespirable la entrada del edificio.
Mal rayo lo parta, ¿hasta cuándo podrá resistir con ese
jadeo?, se preguntó apoyando la palma de la mano izquierda en el enrejado de
las costillas.
Recordó el pelaje gris verdino, y el iris de los ojos, color
caoba.
Como los del Coronel, se dijo con un respingo.
Ah, el viejo Coronel, caramba, cuántos años.
Sí.
Dios mío.
Coronel, aquí, aquí, le ordenaba Paquito (eso es, Paquito,
Paquito Porrúa), y el Coronel se le acercaba con sumisión. Por eso en el
barrio todos, chicos y grandes, llamaban mi general a Paquito, a sus
órdenes mi general, vamos al cine mi general, hasta mañana mi general, y
Paquito siempre respondía con un punto de orgullo que en el fondo era
rechifla, si no con un punto de rechifla que en el fondo era orgullo. Y
cuando silbaba parecía silabear con fuerza “Coronel, aquí, aquí”, por lo
que enseguida, qué envidia, desde no se sabía dónde, acudía el Coronel por
el centro del callejón, con la lengua de fuera. Qué habrá sido de Paquito
Porrúa, mi general. Qué rumbo tomaría. Un verano su familia se trasladó al
sur, eso comentaban, y desde entonces, hace cuarenta y tantos años, no, no
puede ser, la Virgen, claro que sí, a ver, veinte, treinta y cuarenta
largos, parece mentira. Mi general. El padre de Paquito llevaba el reparto
del mercado en una Austin con volquete de madera. El padre de Paquito. Con
una colilla de puro debajo del bigote fino. De cuando en cuando nos
subíamos al volquete de la furgoneta en marcha y nos manteníamos agachados,
para que el padre no nos viera, y antes del cruce de la avenida saltábamos.
Mientras tanto, el Coronel nos perseguía al trote.
De derecha a izquierda, ciudad amurallada de Cataluña.
Llamados así por su poco amor al trabajo. Conjunción copulativa y, más
allá, otra.
Una Austin con los faros delanteros ahuevados. El volante de
casi un metro de diámetro. Cómo tronaba al arrancar con su nube negra. A un
lado del cuentakilómetros empezaba a despegarse la estampa de la Pilarica y
al otro la foto de Sara Montiel con medio rostro tapado por aquel paipai
ribeteado de plumas.
Le costó incorporarse. Con los dedos de los pies buscó las
zapatillas en el suelo y a tientas se dirigió al cuarto de baño para
mojarse los párpados y enjuagarse la boca con un buche de agua que sabía a
cloro y demás demonios. De vuelta al dormitorio, guiado por el lejano
aplique del pasillo, se puso la camisa y los pantalones por encima del
pijama. Después, con el abrigo sobre los hombros, salió al rellano de la
escalera. Para que la puerta no crujiese al cerrarse, en un mismo impulso
giró el llavín y la atrajo hacia el tope del marco de madera hasta dejar el
pestillo a la altura del cerrojo, donde lo encajó despacio. Obviamente
hacía mucho tiempo que este tipo de operaciones había dejado de ser una
novelería para él. Tanta discreción, sin embargo, resultó inútil porque al
momento el ascensor deshizo el silencio con su rechinar de cadenas.
Mientras bajaba, encandilado por el tubo de neón de la cabina,
frotó la palma de la mano contra el pecho, intentando frenar los latidos
del corazón.
Esto es ridículo, se reprochó a sí mismo, observándose las
ojeras en el espejo del ascensor, e imaginó qué le diría Luis si se lo
encontrase a esas horas y con esa pinta, no entrando sino saliendo de casa.
Venga ya, papá, por favor, pero a qué estás jugando.
Abajo el zaguán seguía a oscuras. Al pulsar el interruptor,
sólo se escuchaba, en su cuenta atrás, el metrónomo de la caja registradora
de la luz.
Pero bueno, exclamó contrariado.
Allí no había ningún perro. Ni tumbado ni de pie. Ni en el
hueco de la entrada ni en los primeros peldaños de la derecha.
El aire cargado podía evocar la presencia y aun la ausencia de
un ser inquietante e innombrable, pero eso tampoco sorprendería a nadie en
aquel sombrío espacio de tres metros cuadrados donde lo normal es que el
ambiente se vicie cada vez más a lo largo del día. La señora de la limpieza
se hace cruces y jura por su madre que no hay nada que pueda contra la
humedad de esa atmósfera corrompida, y para que la crean todos, el primer
viernes de cada mes deja en un rincón del zaguán una botella de lejía
vacía. Quizá haya caños defectuosos bajo las baldosas. O en el hueco de la
pared. Quién sabe.
Cuando se disponía a abrir la puerta de la calle, sintió frío
en los tobillos: llevaba puestas las zapatillas del dormitorio. Dio media
vuelta y tomó de nuevo el ascensor.
Esta vez rebuscó en la zapatera hasta encontrar las botas de
suela de goma. Se manchó la mano con el exceso de grasa de caballo en las
punteras. Por dentro estaban cálidas, como las de un excursionista recién
llegado del monte. Se las calzó haciendo doble lazo en los cordones para
reforzar la presión de los calcetines de lana. Luego se puso el jersey de
pico y se abotonó el abrigo hasta el cuello.
Bajo un momento, le dijo a Marta en voz baja, desde el
recibidor, a punto de salir de puntillas.
Por toda respuesta resonó desde el cuarto un ronquido tenue e
irreal.
Enseguida estoy aquí, añadió a modo de vieja fórmula de
superstición doméstica, convencido de que ella no se iba a enterar de nada.
De no volver a tomarlo, seguramente el ascensor hubiera
quedado allí, de guardia, hasta el amanecer. En el edificio ya casi nadie
trasnocha y, que se sepa, el único que se levanta temprano, lo que se dice
temprano, es el hijo de doña Nieves, que trabaja en el aeropuerto.
Volvió a mirarse en el espejo de la cabina. Ahora se palpaba
los cachetes. Su flacidez contrastaba con la aspereza de los ángulos de la
barbilla sin afeitar.
Le brotó de los labios una palabra suelta, escupida como un
chicle:
Coronel.
Por una perversa asociación de ideas, primero buscó entre los
contenedores de basura en la esquina de la primera calle que baja, y luego
entre los de la siguiente, y más allá en los otros. Así hasta donde acaban
los cruces, frente a la puerta trasera de La Dolores. No sin mirar antes a
todas partes, en especial a las ventanas de los edificios más cercanos, al
llegar a la altura de los contenedores se agachaba agarrando el faldón del
abrigo para que no rozase la mugre de la acera y el asfalto, y sin
demasiada convicción, de cuclillas, con el cuello torcido, pretendía hacer
audibles unos besos al aire y un silbido de llamada que por supuesto no
transmitían confianza ni familiaridad.
Cuando por fin hubo acabado el itinerario y sus escalas, de
pie al fondo con los brazos en jarras concibió la posibilidad de repetir la
estrategia husmeando, en sentido contrario, entre los coches aparcados al
otro lado de la calle en una interminable fila india. Pero lo que en
realidad hizo fue darse media vuelta y entrar en La Dolores convocado por
la neblinosa música que superaba una doble hoja de madera y cristal
entornada.
Bajo el estruendo de los altavoces, la clientela se maceraba
ajena al frío exterior. Rozándose los hombros todos con todos, cada cual se
aferraba a su vaso medio empañado. A medida que avanzaba a trancas y
barrancas, se sintió observado con indiferencia. Antes de alcanzar la
barra, apuntó con el índice hacia donde se encontraba una insignificante
hilera de botellas de vino. Al verlo acercarse en medio del barullo, la
chica del delantal sirvió Marqués de Cáceres en una copa helada.
Gracias, dijo, y tomó el contenido completo de la copa con dos
únicos tragos.
Antes de sentir ningún síntoma de acidez en el estómago,
levantó el mismo índice y la chica, comprendiendo, volvió a servirle.
Tomó de golpe otros dos tragos y recorrió la dentadura con la
punta de la lengua.
Lo soliviantaba la cercanía de tanta muchachada pródiga
intercambiando sílabas, riendo porque sí, removiéndose el flequillo.
Otra, pidió.Los botellines de cerveza entrechocaban en algún
rincón ominoso, acaso detrás del mostrador.
Sin esperanza buscó alrededor el gesto de un cara conocida. Al
menos podía encontrarse con algún amigo de Luis. El recorrido de su mirada
sólo se detuvo en las facciones de cera de las chicas más guapas. Una de
ellas tenía los agujeritos de la nariz como dos marcas inverosímiles, de
tan cortas y estrechas.
Por favor, volvió a pedirle a la camarera, que andaba de un
lado a otro.
Se maravilló con la variedad de rojos que titilaban dentro de
la copa mientras volvía a llenarse de vino.
Empezaba a sentir, allá a lo lejos, un eco del dolorcillo
expandiéndose bajo los huesos del tórax. Podía tratarse de un amago breve,
como tantos otros. O no. A lo peor la cosa se recrudecía. El viernes
anterior había estado a punto de ir en taxi a Urgencias, pero si no se decidió
fue porque, de todas formas, conserva un arsenal de calmantes en la gaveta
de la mesilla de noche.
Oiga, llamó a una pareja de municipales que se le acercaban
lentamente en su coche azul.
Buenas noches, qué se le ofrece, le dijo el que conducía.
Verá, es que busco un perro.
¿Perdón?
Que busco un perro.
Un perro.
Sí, un perro pitañoso, gris, grande, más o menos grande. Quizá
usted sepa…
El guardia percibió los efluvios del alcohol y miró de reojo
al compañero, que permanecía ausente, vuelto hacia su ventanilla, leyendo
la letra pequeña de un bloc de notas.
Lo siento pero la verdad es que llevamos una hora larga dando
vueltas por toda esta zona y no hemos visto ningún perro, señor.
Vaya.
¿Es suyo el perro?
No.
No es suyo.
Seguramente no tiene dueño. Supongo que es un perro vagabundo.
Ah, bueno, en ese caso tendría que llamar mañana a la oficina
de servicios sociales.
¿Mañana?
Por la mañana.
Esta noche debí haber llamado a algún veterinario. Pero no lo hice,
no me pregunte por qué. El perro estaba enfermo, tumbado en el zaguán,
soltando una baba extraña.
Comprendo.
Una pena.
¿Quiere que lo acompañemos a su casa, señor?
No, no. Muy amable. Vivo aquí cerca.
Bien.
Buenas noches.
Buenas noches.
Se dio cuenta de que unos metros más adelante, con el coche en
marcha a paso de tortuga, el guardia que iba al volante lo espiaba con
insistencia por el espejo retrovisor.
No eres mi niñera, le dijo con la mirada al policía, que
enseguida dobló hacia la derecha.
Tanta explicación para nada. A los municipales les traen sin
cuidado estas cosas, dedujo. Jamás se ha visto a ningún municipal cargando
un perro de esos, ni un gato, ni nada. Qué sabrán ellos.
Tomó por el centro de uno de los callejones transversales,
revisándolo todo, como un barrendero que se deja la escoba por detrás y no
da con ella y arrastra los pies y maldice en voz baja.
No debe andar muy lejos, apenas podrá moverse, pensó, de
regreso al portal de su edificio, con la palma de la mano, aprensiva, sobre
el vientre.
Eh, cuidado, le gritaron unos jovenzuelos que venían hacia él
en un Golf geteí dando inútiles acelerones, rumbo al infierno.
Asustado, tropezó de espaldas con el escaparate de una pequeña
librería. La misma música estridente de La Dolores retumbaba desde el
interior del Golf.
Cuidado ustedes, les respondió.
De popa parecía un Renault de dos puertas o cualquier otro por
el estilo, desde luego más pequeño y más estrecho que el Golf. El de Luis
es más ancho, y tiene los cristales ahumados. Y el tubo de escape lleva
como remate una ostentosa pieza de acero que reluce bajo el parachoques.
Eso sí es un Golf, dijo.
A pocos metros, alguien había dejado entreabierta la puerta de
otro local lleno de humo y gente. Al reconocer el dibujo del letrero, se
metió las manos en los bolsillos y escupió sobre la acera.
El camarero lo recibió con sorpresa y desgana:
Usted a estas horas.
Vengo de una fiesta familiar, dijo, sin importarle que se
notara que estaba mintiendo.
Tomó una copa de tinto levantando arrogante el meñique. Al
momento, sólo con dirigir los ojos hacia la botella de Paternina, exigía
más de lo mismo.
A la tercera o a la cuarta copa se le enrojecieron las orejas
e indicó, poniendo un punto y aparte:
Vale así.
Mientras por los altavoces crecían los traqueteos de una
rumba, salió a paso corto, entre involuntarios empujoncitos, sacudiendo el
monedero en la mano, para marcar ritmo, como si fuera una maraca llena de
perdigones.
Las corrientes de aire gélido de la calle lo ayudaron a
recordar que por la tarde, en vez de vino, había tomado un par de güisquis
con soda.
Oye, perdona, no habrás visto por aquí un perro gris, le
preguntó a un muchacho que pasaba solo, con el cuello de la trenca
levantado.
¿Cómo dice?
Gris, y grande, lo menos me llega a la altura de la rodilla,
añadió.
Con la suficiencia de quien desentraña un acertijo, el
muchacho se limitó a parpadear y siguió andando.
Oye. Pero oye.
De nuevo a solas, girando sobre sí mismo entre dos coches
aparcados en batería, supuso que Luis habría reaccionado igual que este
cantamañanas de la trenca. Venga, papá, pero qué perros ni qué gaitas.
Y tiene los ojos de un marrón claro, especificó tambaleante,
vuelto hacia un muro, buscando en los bolsillos del pantalón y del abrigo
una tarjetita con el número del móvil de Luis, ¿por qué no?, tampoco era
tan tarde y por allí cerca había una cabina bien iluminada.
¿Dónde la habré puesto?, repetía, estrujando el fondo de los bolsillos,
simulando no sentir esa molestia en el estómago, siempre la molestia, la
punzada en el mismo punto, dale que dale.
Con el abrigo desabotonado, notó que todo el viento húmedo del
mundo se le agarraba al pecho como una planta trepadora. Empezaba a dudar
si en verdad no estaría soñando o incluso si no se habría perdido en uno de
los sueños de Marta, cuando por sorpresa entreabre los párpados y dando
vueltas bajo las sábanas suelta lastre en un azaroso fraseo con sordina.
Otros tres coches pasaron casi pegados en dirección a la
rotonda, haciendo rugir infantilmente sus motores. A contraluz empezaba a
llover sobre los árboles de la plaza.
La vena gruesa del cuello le latía y le latía. Se llevó dos
dedos a la boca. Quería silbar con fuerza.
Ya ante la puerta abierta de la calle, un pie dentro y otro
fuera, con su mirada hendió aquella penumbra que se apretaba al otro lado
del umbral. Y al fin dijo balbuciente:
Coronel, aquí, aquí.
[El perro
y los demás, 2004]
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Mi querido Anelio: el poema dedicado a tu padre es brillante,está repleto de tu exquisita sensibilidad,de tu observación, de esa alma que tu derramas en todo lo que escribes.
ResponderEliminarGracias Luis por compartir la voz poética de Anelio.
blog-rosariovalcarcel.blogspot.com
Muy buena nota sobre la literatura de Anelio y también me gusta la selección que haces de sus textos,
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