martes, 25 de junio de 2013

El monasterio de Silos y la eternidad del gregoriano

Recorriendo Castilla estábamos escuchando la radio. Castilla es seca y profunda, está hecha de batallas, solajeros y nieves. De Castilla me gustan sus viejas ciudades, sus catedrales y monasterios, el enorme patrimonio artístico, sus ruinas de otro tiempo, su gastronomía. Íbamos por carreteras secundarias y el locutor dijo que dentro de cinco mil millones de años el sol estallará sobre sí mismo y engullirá al planeta Tierra y al resto del sistema solar. Quizá sea entonces el instante supremo del Juicio Universal que nos cuenta la Biblia. Cinco mil millones de años es una cifra tan pavorosa que resulta inimaginable. ¿Cómo sería la Tierra un minuto antes de la gran explosión que la volvería a convertir en un agujero negro, en un pozo sin medida, en la nada más absoluta, en el instante previo al Génesis? ¿Todavía quedará aliento antes de que la vida conocida se extinga para siempre jamás? ¿Habrá una nuevo gran estallido similar a la que presuntamente originó la vida en el universo hace también varios millones de años, el llamado Big Bang? Preguntas y respuestas que parecen de ciencia ficción.
Todo esto puede llegar a ser poco inteligible. Igual que la famosa relación espacio-tiempo que manejan los matemáticos. El espacio y el tiempo son también relativos, y esa posibilidad de viajar a otros espacios y a otros tiempos se nos antoja algo tan sobrehumano que nuestra mente –algo fatigadilla por tal cúmulo de posibilidades- no logra entenderla. Pensando todo esto un anochecer Rosario Valcárcel y yo llegamos a Santo Domingo de Silos, provincia de Burgos, un monasterio con el claustro románico mejor conservado de España y una treintena de monjes que interpretan el canto gregoriano con una perfección que da gusto oírlos. Por Aranda de Duero se come un lechazo espléndido en cualquier mes del año, y también da gusto caminar estas carreteras, con la única tristeza de observar que algunos años se marchitan los cultivos.  Aquí en Silos el paisaje es sobrio y severo, aunque la arboleda dibuja los bordes de su cauce el río Mataviejas lleva cuatro gotas mal contadas. Desde arriba hacia abajo y de un costado hacia el otro hay iglesias medio derruidas, pueblos abandonados y otros que se mantienen gracias a la inmigración. Escuchamos los últimos cánticos de la noche, Completas, sombras, espectros, una conjunción perfecta de voces. A  la mañana siguiente madrugo para percibir el modo en que –en la iglesia en penumbra– los monjes de Silos afrontan el nuevo día. A ellos seguramente no les preocupa que dentro de unos cuantos millones de años no quede ni una mota de polvo de este instante sublime y etéreo en que elevan sus voces suaves, acompasadas, casi femeninas. Hace un tiempo una multinacional extranjera decidió grabar un disco con esas mismas voces y fueron hasta número uno en varios países. Pero a estos monjes les da igual, tal vez porque ellos mismos son eternidad.

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