A Berlín la definía como una feria a medio construir:
aún le faltaban los mejores tiovivos, el túnel del miedo y el de la risa. Pero
en verdad era un lugar ecléctico, el espacio del universo en que había más
McDonalds por kilómetro cuadrado según anunciaban las vallas publicitarias y
donde a cualquier hora del día se podía paladear codillo con col agria y
disfrutar música anglosajona, el consabido chirri chirri de los nuevos locales
ubicados en la antigua zona rusa. Claro que también había muchas librerías y
tiendas especializadas en músicas de los lugares más exóticos del mundo. Nadie
quería desvelar el rincón en que Hitler construyó su búnker, tan malos
recuerdos debían ser sepultados para siempre y el visitante nunca debía
pretender rememorarlos, pero la explanada de sus mítines conservaba su
siniestro poderío. El sector oriental, peor acicalado, ofertaba alquileres más
baratos y promocionaba locales de copas. La Isla de los Museos atesoraba restos de la antigua
Babilonia y la Puerta
de Brandeburgo permanecía escondida por andamios de restauración con el
patrocinio de un banco, sobre los adoquines habían pintado el trazado del Muro
con sus precisos zigzags y pululaban recordatorios de quienes murieron por
cruzarlo. A través de los bulevares de los tilos -Unter den Linde- circular
por donde desfilaban las juventudes nazis representaba un ejercicio sosegado y
placentero, con la gente cumpliendo las señales y cediendo el paso sin malos
modos.
-Eres un pervertido –dijo cuando
se lo propuso por primera vez.
El, en cambio, aseguraba que no
tenía nada de raro. Le trajo revistas, le mostró los sitios de internet donde
lo anunciaban. Todo el mundo pretendía renovar sus experiencias con mucha
discreción. ¿Y qué es la vida –le escribió en un poema- sino un frenesí, una
locura pasajera, un tránsito hacia el vacío? Vivimos una era de prisa y urge
actuar ahora, pensar después. O nunca. Puede que el mañana sea demasiado tarde.
Disfruta la intensidad del momento.
-De acuerdo –aseguró al cabo de
unos días.
Por eso fueron a la agencia de
viajes y sacaron billete para la gran fiesta con que recibirían el milenio en
el paseo que va desde el monumento de la Victoria hasta la Alexanderplatz.
Así que con unos cubatas huyeron
de los cero grados y se metieron en Charlottenburg, el barrio de los
norteamericanos donde las boutiques son tan lujosas como en París. Los bares
gays y los clubs de intercambio los llamaban en todas las esquinas con su
derroche de pedrerías, lentejuelas, brocados, ligueros y bragas alusivas a la
gran renovación. Precisamente en uno de esos locales, el Zwielicht, celebraron
a media luz la llegada del 2000. Como decía el cartelito de entrada “Todo puede
ser, nada tiene que ser.” Del vestidor al bar había camino suficiente para ver
y ser visto, participar o simplemente observar. Habitaciones reservadas y
cuartos de espejos para que cualquiera pudiese contemplar cuanto le viniese en
gana respetando unas pocas reglas: no insistir si recibes una negativa, no
besar en la boca, llevar preservativo.
Primero curiosearon la infinita
variedad de argollas para los labios vaginales, para los pezones, la base del
pene y del glande. Cerca un tipo gigantón se intentaba ganar a una paquistaní
dulce y flexible como la flor de loto, docenas de cuerpos a punto de
entrelazarse sin conciencia del pecado original. Pero quizá por la vergüenza o
la inhibición del alcohol ni ella ni él disfrutaron el encuentro. Era como si
acabaran de ponerse una ropa que les apretara mucho, o que les quedase demasiado
holgada. Tal vez debían habérselo montado en el hotel, alquilando a un chico
bisexual o una lesbiana. Por ahora la infidelidad en grupo era una falsa
expectativa.
Para colmo, a la salida empezó a
nevar. El había extraviado la bufanda, y no había un solo taxi a la vista. Se
sintió tan petulante y ridículo que arrastró a su mujer a la primera iglesia
que encontraron abierta, y de inmediato las fugas de Bach serenaron su mente.
Entonces se dijo que del año nuevo no pasaba: le resultaba imprescindible llevar
más allá sus sensaciones y hacerlo sin claudicar; por eso ya tenía ahorrado lo
suficiente, un capitalito bien administrado.
Lucharía con todas sus fuerzas
para cruzar la frontera, no la impresionarían las barreras ni las alambradas ni
los puestos de control; haría el viaje aunque tuviese que dejar mucho en el
intento. Sí: guiarse por las tentaciones de un paraíso prometido tras un cambio
de sexo que no dejara secuelas y al fin le permitiese ver la vida desde el otro
lado.
(De “¡Mamá, yo quiero un
piercing!”, relatos)
Los muros siempre terminan por caer, algunos tardan más que otros, pero terminan cayendo.
ResponderEliminarBerlin, Beerlin, como todas las grandes ciudades del mundo no la reconoceremos dentro de unos años.
ResponderEliminarTodo está cambiando: los Aeropuertos, las grandes Avenidas, la Estación Central..
Buen finde para todos.
blog-rosariovalcarcel.blogspot.com
Que bien te hace Rosario para introducir ese erotismo literario que gusta leer.
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