Aturdido por tantas
cosas, Samuel Ortiz da vueltas. Mañana será otro día pero ahora otea la Calle Mayor , donde unos jóvenes
hacen sonar una flauta y un timple. Hay dos grandes relojes parados. Se ha
apercibido de que en varias zonas de la ciudad hay otras esferas inmóviles.
Será porque nadie precisa atrapar la realidad, aquí la vida –como el clima- se
mueve sin estrépito. Como si nada importase demasiado. Por San Pedro sube hacia
Cuasquías. Por donde los castellanos plantaron el Real de Las Palmas el pirata Van der Doez prendió
brea antes de embarcar con el vino y el azúcar del botín, apenas hay gente,
casi todos deben estar absortos en la pantalla. Atraviesa una sucesión de
puertas de sillería y fachadas eclécticas, las paredes enjalbegadas y la
sobriedad de dinteles y zócalos, fachadas lisas con su aparejo de traquita
gris, ventanas con cierre de guillotina, patios de helechos; traspone la plaza
donde subastaban esclavos para los trapiches, guillotinaban a los reos,
convocaban los autos de fe. Bajo los balcones sigue hacia la fuente de Espíritu
Santo, su poquito de césped grueso y las grandes hojas de la capa de la reina.
Da la vuelta, deja el Monopol, entra en el Floridita antes de que se presente
el aluvión de treintañeras con elevatetas, lo saludan los de seguridad, deben
haber visto en él un funcionario recién trasladado al Mar de la Fortuna. Temprano
aún, Ray Charles trae su calidez.
Recorre con la mirada la
barra con delgadas columnas. Camareros sin mucho trabajo, le sale al paso una
chica alta de voz acariciante.
-Un mojito. No, mejor un
daiquiri.
Le enseña su sonrisa
enmarcada en perfil de mulata. Al mirarse en un espejo, él piensa que ha de
luchar contra la incipiente calvicie.
-Buena elección. El mejor
que se puede beber por aquí.
Se lo dice sin añadir “mi
cielo”, lo cual ya le resulta curioso. Es guapa, qué duda cabe, y tiene un
acento cantarín. Dominicana, panameña, de Venezuela. Quién sabe. Un toque
festivo y chispeante.
-¿De dónde eres?
-Del país más divertido.
Adivine.
Vaya. Samuel piensa que
le debe llevar veinte años. Casi podría tener una hija con esa edad.
-¿Cómo te llamas?
-Dayamí.
-¿Qué?
-Dayamí. Dayamí Cruz.
-Caramba, tienes nombre
de complejo vitamínico.
Le hizo gracia, sí. Daya
Mineral, lo ha tomado alguna vez para subsanar sus carencias. Por la misma
razón podría haber gente que se llame Aspirina García. O Trade Mark León. O
Cadbury Pérez.
Se lo habrían dicho
docenas de veces, pero ella tendría la obligación de celebrar las ocurrencias
de la distinguida clientela. Engancharla para que consuma lo más posible. No
dejó de observarla: lo bueno de las nuevas caras es que sin duda revitalizan el
cuerpo y la mente. Era esbelta con grandes ojos y un escote que mostraba la
consistencia de sus pechos. De caderas anchas, como debe ser. A Samuel le
gustan las hembras raciales, las de toda la vida. No tolera a esas modelos
esqueléticas que se alimentan del aire. La barra era un largo río sobre el que
alternaban música anglo y latina. Todo es tan veloz que apenas queda sitio para
los juegos verbales, nada de búsquedas. Salga lo que salga, en el lecho hemos
de ahogar la pequeña angustia originada por la edad, aquello de que nos
desvanecemos día tras día. Siendo todo tan efímero no podemos retener la imagen
ante el espejo, bienvenidos sean los revolcones de tres minutos.
-¿Cuál es ese país tan
divertido?
-Parece mentira que no lo
sepas, mi cielo.
-La respuesta es muy
subjetiva. Cada uno cuenta la feria según le va.
-¿Pero cuál va a ser,
señor mío? Habanera por más señas. Con un poquito de sangre de aquí, por parte
de un bisabuelo. El también fue emigrante, y ahora yo vuelvo sobre sus pasos.
Simpática y directa. A
Samuel le explicó una cubana que -al no sufrir los frenos clericales- ellas son
las mujeres más libres y sandungueras del planeta, las europeas y las yanquis no
tienen ni idea de los ritmos del amor, las coarta la idea del pecado. Tal vez
allá el sexo se ejercite como antídoto contra la pobreza; la cama es la ópera y
el teatro de los pobres, dijo Oscar Wilde. Pero en el deseo no hay mentiras.
Cuando circula el aire caliente de los trapiches llega el incendio de los
sentidos. Claro que existe otra parte de la cuestión. Puestos a ser sinceros,
apenas le gustó el país que vio a finales de los ochenta, no deseó chicas al
paso ni pudo ver el verdadero Floridita porque estaba en restauración. Para
colmo la lluvia anuló el espectáculo de Tropicana al aire libre. Ningún nativo
podía entrar en las tiendas de hoteles donde se pagaba en dólares, y con sus
pesos del mercado negro sólo pudo hacer cola para comprar discos de Silvio
Rodríguez y Los Van Van. A la salida de La Bodeguita del Medio había chicas en espera de que
alguien las llevase a la posada más cercana. Eso sí: la gente era buena y el
paisaje mejor.
-¿Y quién tú eres?
-Soy Samuel.
-Ah. Entonces eres Sam.
Tienes un aire con Humphrey Bogart. ¿Te gustan las novelas policiacas?
-No demasiado. Hablan de
la perversidad. Policías corrompidos, ricos malignos. Uf, menudo panorama.
-Es que a lo mejor somos
así.
-Demasiado sarcasmo. A
las jóvenes como tú no deberían gustarles los galanes en blanco y negro sino
las películas de los guapos de moda: Brad Pitt, Tom Cruise, Georges Clooney.
Galanes de pacotilla, mayormente con efectos especiales.
-Te equivocas. La
melancolía es preciosa.
(De la novela “Los buenos negocios”, Centro de la Cultura Popular Canaria, 2009. Fragmento)
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