Subí a la línea 2 y bajé del metro en Banco de
España. Saludé a los acostumbrados vagabundos con sus cartonajes para dormir, contemplé
la Cibeles y
me introduje por el paseo. Me gusta el Von Thyssen, es un museo caro pero muy
pedagógico. Como había mucha cola me dieron cita para dentro de 45 minutos. Así
que, ni corto ni perezoso, me senté en el bar del jardín y pedí un cortado. Son
3.50 me dijo la chica boliviana, y aunque me pareció una estafa me sentí bien
porque iba a contemplar a uno de mis pintores favoritos.
Observaba las obras que
Vincent Van Gogh pintó en los dos últimos meses de su vida, en Auvers-sur-Oise,
después de haber abandonado el manicomio en el que había pasado un año. Tras
innumerables desequilibrios buscaba un lugar tranquilo, donde pudiera empezar
desde cero. Una nueva vida, un nuevo ciclo con salud y calma.
En sólo setenta días
produjo pinturas, dibujos y un grabado; más de cien obras. Se levantaba a las
cinco de la mañana y se pasaba todo el día en los campos o en las calles del
pueblo. El trazo del pintor se retuerce, produce arabescos en árboles y casas
de tejados de paja, trigales, movimientos y ritmos curvilíneos.
De toda la obra expuesta,
enseguida me llamó la atención un óleo de pequeño formato. Una pareja deambula
en un bosque en el que destacan árboles de largos troncos, bien alineados.
Los árboles son rectos,
sus troncos poderosos. La vegetación es apretada, hasta el punto de que ahoga a
la pareja. Los dos paseantes entre los árboles, la hierba y las flores constituyen
un par de siluetas desvanecidas.
El pintor pensó que él
podría haber sido ese caballero vestido de oscuro, un honorable burgués acompañado
de su dama. Pero prefirió que las figuras estuvieran tan sólo apuntadas; no
podemos contemplar sus facciones.
A sus 37 años Vincent
renunció. Se disparó un tiro de revólver que le originó la muerte dos días
después.
-La tristeza durará
siempre –fue la última frase dicha ante su hermano Theo.
El más duro ejercicio que
han de efectuar los seres humanos es precisamente el de luchar contra la
muerte, llevan milenios tratando de establecer alguna forma de supervivencia.
Eso pensaba mientras me
quedé tan absorto delante del pequeño cuadro que alguien me tocó en la espalda.
-Disculpe. Es la hora de
cerrar.
Me sentí mal. Nunca
perdonaré el gesto de impaciencia del vigilante. Sólo él tuvo la culpa de que
forcejease buscando su pistola de fogueo. El impertinente se libró de que le
diera un buen susto, y a mí me condenaron a una multa y a no volver jamás al
lugar.
A la salida, mientras me
arrastraban al coche de la policía municipal lamenté el bofetón de aire
tórrido. A mí el verano tan lejos del mar me sienta fatal.
(Ilustración: Dos figuras en el bosque. Van Gogh)
Un cuadro siempre muchos veces nos puede llevar hacia muchos inimaginables.
ResponderEliminarMe encanta el azul y el verde de Van Gogh pero el color que más me gusta es el amarillo, esas pinceladas que transmiten calidez, que casi se puede decir que te dan alegría.
ResponderEliminarblog-rosariovalcarcel.blogspot.com