Pronto el deseo fue considerado
fuerza tan benefactora que los hombres lo adoraron, y el arte comenzó a crecer
como producto de la sublimación del mismo. Si se deseaba cazar una gacela, se
dibujaba una gacela en la pared de la cueva; si se deseaba todo aquello que una
mujer trae consigo –la fecundidad, el amor- se esculpía una de esas Venus
paleolíticas de grandes formas curvas. El arte y la literatura del paganismo
estuvieron impregnados de un abierto erotismo, aunque la religión cristiana pronto
alzó el tabú y lo alargó hasta la edad media, tiñendo de perverso todo lo
relacionado con las raíces del deseo, con lo cual –a pesar de la amenaza del
infierno- en realidad lo hizo más apetecible. En esa época, en Oriente
escribían el Kama-Sutra; asimismo se decoraban los templos indios con
esculturas explícitamente representativas del acto sexual. En el Islam se
popularizaban los relatos de las mil y una noches, y en cuanto se anunció el
Renacimiento fue irremediable que acabaran llegando El Decamerón y otras piezas de literatura galante con gran éxito
popular, ventanitas de libertad comparables a la bula de aquellos pocos días en
que el deseo reinaba en las ciudades y los campos con la proclama del carnaval.
Hebert Marcuse, uno de los
inspiradores de Mayo del 68, escribió Eros
y Civilización para denunciar que la sociedad industrializada impone su
carácter represivo frente al erotismo. Claro que el libro es del año 1955 y
esto saltó por los aires hacia el final de la década de los 60, cuando vino la
sociedad permisiva, en la que los admirados británicos juntaron su impulso
liberador al de los escandinavos y los contradictorios norteamericanos que
predican derechos humanos pero que mantenían su guerrita en Vietnam, tan
puritanos y disimulados ellos por delante de la máscara que frena los placeres
en aras de la decencia y las buenas costumbres, pero tan lanzadillos y osados
en la trastienda.
Marcuse, un filósofo del grupo de
Frankfurt junto con Adorno y Erich Fromm, tiene razón en lo fundamental: la
sociedad misma no hubiera existido sin el estricto código represor del deseo,
así como tampoco la economía, ni las guerras, ni mucho menos la pintura, ni la
literatura, ni el cine. Un cabeza de familia con una sola mujer, un soldado
para la guerra, un contribuyente para pagar los impuestos al césar, un
agricultor para cultivar los campos y un padre para educar los hijos en el seno
de una familia que teóricamente no ha de permitir transgresiones, ni la
infidelidad ni el incesto: esto lo dictó como norma la disoluta Roma tan amante
de los placeres, y se ha mantenido en pie más de veinte siglos. Pero qué
poderoso es el deseo que, por negarlo, surge la civilización y se arraiga el
progreso, y para confirmarlo viven las mujeres y los hombres, se aplican a
urdir las trampas que amparen sus encuentros secretos, dictan las excepciones a
sus códigos, se fabrican una moral más complaciente en la que el adulterio ya
no figure en los códigos, y el sexo ya deja de ser el tabú de antaño para
trocarse incluso en bandera de enganche con que los medios de comunicación
tratan de incrementar audiencias.
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