Cuando Carmen estuvo internada en el
hospital por aquella operación de vesícula, Anselmo se sintió mal.
Lo más temible fue el desamparo de
las noches mientras la ciudad le enviaba sus mensajes: el tráfico que nunca
cesa, las ambulancias, los bomberos y las patrullas de policía, los vagabundos
y borrachines a deshora, los ladridos de los perros vagabundos.
Por fortuna todo salió bien, y un
domingo por la mañana fueron al centro. Hacía tantísimo tiempo que no visitaban
el museo del Prado que Velázquez les resultó un descubrimiento.
Como cada año habían regresado de
Ibiza: a pesar de su edad, con las carnes ya desmadejadas, estaba bien
sumergirse en aquel paisaje único con gente noble y sus calitas transparentes.
Después de muchos veranos todo formaba parte de una rutina. Y cada septiembre
se repetían los atardeceres, sin que nadie irrumpiese en sus vidas.
Ciertamente, las relaciones eran pocas: la agencia que les alquilaba la casa,
los dueños de restaurantes, los camareros de los bares, alguna pareja de edades
similares. Cada cual defendía sus espacios, se pertrechaban y no aguardaban
sorpresas.
-No me digas que resulta preferible
Mallorca. Nadie aguanta a esos ingleses que no paran de inflarse de alcohol para
buscar pelea.
Ya de vuelta, acudieron a la
multitudinaria exposición de pintura, y al salir ella le expresó que no le
gustaba demasiado aquella especie de mirada sobre la zozobra. En realidad,
prefería la pintura que embellece la estricta realidad, por eso adoraba a
Velázquez. Carmen lo explicaba así: el arte contemporáneo se recrea en lo feo y
lo tétrico, tan sólo busca provocar. “Claro que no pretenderás que el arte siga
anclado en el siglo diecisiete, ya ha llovido mucho desde entonces”, replicaba
él, con mucha convicción. “Sin embargo la esencia del arte ha de ser siempre la
misma, propuesta que debe reflejar armonía y belleza, por ejemplo Dalí hace
guiños, juega a desconcertar pero es bello” –insistía-. El no se quedaba
contento y replicaba: “En absoluto, la realidad se ha vuelto caótica y
amenazante, y se intenta forzar esa impresión aún más.” El trataba de ser
convincente, aunque no siempre lo conseguía. Ni muchísimo menos. Por fortuna se
manifestaban de acuerdo en lo fundamental. Incluso había logrado interesarla en
Vivaldi y en Van Gogh; a cambio, se acostumbró a las sesiones de ópera, incluso
a las de zarzuela.
Llegaba a sentir tal necesidad de
ella que ya no sabía respirar sin su respiración, ni saborear alimento alguno
si no era a través de su boca, ni pronunciar los vocablos más tristes o más
bellos si permanecía muda. Todo se sintetizaba en ella pues era el principio y
el fin. Un planeta de piel translúcida que dejaba ver un inmenso corazón que
transmitía brotes de luz.
-Algún día, cuando estemos ya
rendidos, quiero que nos apliquen la eutanasia al mismo tiempo.
Se lo había dicho varios años atrás,
un día en que caían blandos copos de nieve sobre los arcos renacentistas de la Plaza Mayor. Fue como
si aquella nieve le hubiese propiciado alguna señal, como si fuese la cosa más
natural de cuantas pudiese haber imaginado. Tal vez lo hizo para quitarle buena
dosis de dramatismo a la idea de la extinción y no darle excesiva importancia.
Si es un acto natural, afrontémoslo con calma y todo saldrá bien: acaso fuera
esa la intención. Así que miró al frente, la vida era un libro entreabierto que
todavía mostraba muchas páginas en blanco. Pues aunque algunos de sus capítulos
exhibiesen tachaduras y borrones que ya resultaban difíciles de reparar, también
era cierto que los mejores fragmentos estaban por venir.
-¿Estás segura?
-Por supuesto.
Eso dijo. No deseaba permanecer sola
tras la desaparición de él, y –conociendo su debilidad- tampoco quería dejarlo
atrás. Pues ni los hijos que ya habían engendrado ni los nietos que llegasen
podrían ser capaces de amortiguar tanta ausencia.
Era una mujer con una figura todavía
hermosa. Insistía, ni siquiera por el mayor tesoro imaginable se prestaría a
padecer cada una de las noches que le restasen sin él. Claro que aún faltaba
mucho para eso: cada noche aspiraría su olor en la almohada, le haría
proposiciones deshonestas con cierta frecuencia. Por eso insistió en que
compartirían el instante de la marcha, vendría a ser una elevación sobre la
mediocridad del destino, una pequeña venganza por tantas ilusiones que no
cuajaron, por tantas renuncias. ¿O acaso sería todo lo contrario: la máxima
sublimación posible en esta vida? ¿Un gesto de plenitud, mediante la cual les
sería concedida una brizna de purificación?
Se quedó sin palabras, era terrible
el anuncio de una inmolación simultánea. Ignoraba cómo agradecerlo, a veces las
mujeres parecen tan generosas que lo aturden. Así que, por un instante, soñó
que –antes que perder la memoria de sí mismos por el alzheimer- ambos se
convertirían en semidioses como Icaro para planear sobre la devastación,
agitando las alas ascenderían para fundirse con el sol. En la escena: beberían
una botella del mejor champán, tomarían alguna sustancia que les nublases la
conciencia y recibirían la pastillita de diez gramos de pentobarbital sódico
que les proporcionaría un viaje plácido. Discernirían con la voluntad firme que
la supervivencia del uno sin el otro era peor que el cáncer o las enfermedades
degenerativas, convencerían a los responsables de la clínica y finalmente
elegirían la fecha: a ser posible un discreto fin de semana. Pues Dios nos ha
dado la existencia, pero también nos otorgó el sentido de la responsabilidad
personal y sobre todo nos concedió la libertad de rechazar la postración de la
extrema soledad. No tolerarían que sus últimos años se convirtiesen en
insoportables.
-Pero antes exprimiremos a fondo los
días. Para que la nada no consiga llevarse algo valioso de nosotros.
Ese fue el pacto: realizar las
locuras, emprender experiencias arriesgadas. Y cuando supo que ella lo amaba
hasta ese punto fue como si despertase a la iluminación. Pues mucho después
–desencarnados y errantes- permanecerían tan unidos como el día con la noche
hasta que llegase la hora de regresar al mundo de los mortales, y de nuevo
necesitaran ganarse el pan de cada día, pasar los veranos en Creta, acudir a
las exposiciones y al Teatro Real.
Y a punto de tomar el vuelo que los
llevaría a esa clínica suiza donde entienden el problema y le aplican una
solución digna, piensa que ha sido un tipo con suerte. Todo sucedería según lo
pactado, con una sola salvedad: preferían que nadie de la organización los
acompañase, pues se tenían a sí mismos. Ya habían arreglado sus asuntos, a su
manera se habían despedido de la familia y los amigos, emprendían el vuelo.
Todo fue según lo previsto: les
facilitaron lo imprescindible para la salida. Pero cuando ella ya se había
quedado yerta entre sus brazos él pidió la cuenta y se marchó a Brasil en busca
de su mulata.
(De Los dioses palmeros, Cajacanarias. Ilustración: Gustav Klimt, El beso, 1907)
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