lunes, 3 de julio de 2017

Nuestra vulnerabilidad ante los desastres

 En días recientes se ha desencadenado una serie de acontecimientos que parecen impropios de nuestro mundo desarrollado. En Portugal, donde cada verano suele haber incendios devastadores, desde hace tiempo se han incrementado de manera lamentable las plantaciones de eucaliptos, un árbol de rápido crecimiento muy utilizado para la industria del papel pero que arde con una excesiva facilidad; la consecuencia es la proliferación de incendios de mucha gravedad, con miles de hectáreas calcinadas, con aldeas arrasadas y, sobre todo, con docenas de muertos. Algo similar sucedía en Galicia hace años, cuando abundaban las sospechas de que existían intereses inmobiliarios en el origen de las llamas de cada verano, el afán de destruir los bosques para levantar urbanizaciones en las afueras. En Londres, esa ciudad tan golpeada últimamente por los atentados, ardió una torre con muchos muertos por causa de que el constructor empleó un revestimiento muy inflamable, material que está prohibido en EEUU y en la Unión Europea. La estampa del edificio devastado y ennegrecido parecía más propia de un país del África profunda, de Asia o América Latina. Tenemos, pues, que tanto en Portugal como en Londres la aspiración de algún empresario a ganar más, bien sea sembrando especies peligrosas o poniendo un revestimiento que resulta muy combustible y por ello está fuera de la legislación, ha puesto en grave riesgo a todos los colectivos. Además, y por si fuera poco, la policía británica ha estado dando muestras de torpeza infinita a la hora de gestionar las acciones terroristas, con una tardanza inaudita en identificar a las víctimas de cada suceso, como ejemplo citaremos el de Ignacio Echeverría, quien murió enfrentándose directamente a los terroristas y cuyo cadáver tardó demasiado tiempo en ser identificado y repatriado a España.
A pesar de los progresos tecnológicos y del nivel de desarrollo del Primer Mundo, la vulnerabilidad es un concepto que parece sobreañadido a las sociedades actuales, la palabra proviene etimológicamente del latín (vulnerare) y describe la situación de debilidad en la que se encuentran las personas ante acontecimientos imprevistos o que no fueron gestionados de manera eficiente. En las sociedades actuales –aparentemente cómodas y seguras, instaladas todavía en la llamada sociedad del bienestar- sin embargo se extiende y multiplica la vulnerabilidad, la sensación de indefensión nos acompaña cada día no solo ante el riesgo de que surjan acciones terroristas indiscriminadas y difícilmente predecibles sino porque también son frecuentes los desastres mal gestionados que conducen a desgracias previsibles.
El uso del concepto vulnerabilidad social surgió recientemente. Existen múltiples teorías sobre la misma y la mayoría del trabajo realizado hasta ahora se centra en la observación empírica y modelos conceptuales, así sabemos por ejemplo que un porcentaje importante de los niños españoles han estado padeciendo y padecen todavía una grave posibilidad de caer en la pobreza, como una de las nefastas consecuencias de la crisis económica que todavía padecemos. La vulnerabilidad social es en parte producto de las desigualdades sociales, es decir los factores económicos y sociales que rigen en cada momento. Pero sin duda hay más. Así, estiman los sociólogos que la inseguridad y el acelerado cambio social son las circunstancias determinantes del escenario en el que nos toca vivir. Millones de personas, no sólo de clases populares sino de clases medias también, no pueden evitar la sensación de naufragar en algún aspecto de sus vidas, en el laboral o en íntimo, como si hubieran perdido el control, como si el timón no respondiera y fuera cada vez mayor la amenaza de hundirse irremisiblemente. El modelo familiar tradicional cayó en el baúl de los recuerdos, y una de las consecuencias es la visible disminución de la natalidad, con la pérdida de población que tanto daño podrá hacer en el futuro próximo. Las relaciones humanas van a ser diferentes y el individualismo va a ser el motor esencial del comportamiento.
¿Qué relación guarda la exclusión con la desigualdad social? ¿Qué aporta el término vulnerabilidad? ¿Cómo se redefinen estos tres conceptos cuando los colocamos sobre el plano de la inseguridad social? Y por último, ¿cómo podemos combatirlas, cómo podemos lograr una sociedad más justa y a la vez más segura? La desigualdad también conduce a la exclusión social y a la vulnerabilidad, y esta palabra que nos da escalofríos conlleva la sensación de incertidumbre que caracteriza al mundo global. En los años 80 y 90 en nuestro país existía una sensación de indefensión ante los continuos atentados de la banda ETA, ahora han callado las pistolas en el País Vasco pero se extienden como manchas de aceite nuevas vulnerabilidades. Por ejemplo, la aparición de un irreductible separatismo que parece dispuesto a llegar hasta el final, extendiendo la crispación social, generando nuevos ámbitos de conflicto.
Otra de las vulnerabilidades preocupantes es la que generan en esta época del año las altas temperaturas. Ahora que hemos entrado en el verano, conviene recordar que en el año 2003 se vivió una de las peores olas de calor en Europa desde que existen registros: durante la primera quincena de agosto se registraron temperaturas entre cinco y 10 grados por encima de lo habitual para esa época. En Francia murieron 11.435 personas, aunque algunas fuentes elevan esa cifra hasta las 18.000. En España, la cifra oficial de fallecidos fue de 141, según el Ministerio de Sanidad, pero, de nuevo, el número difiere. El Centro Nacional de Epidemiología afirmó que fueron 6.500 los decesos por la ola de calor, mientras que los datos del Instituto Nacional de Estadística indicaron que las víctimas mortales fueron casi 13.000. Hoy en día, el 30 por ciento de la población mundial está expuesta a sufrir un calor potencialmente mortal durante 20 días al año o más y, de no reducirse las emisiones de CO2 drásticamente, este riesgo seguirá creciendo. Si el calentamiento global sigue su camino ascendente, peligra incluso el diseño de las ciudades cercanas al mar.
Las noticias sobre el cambio climático no son tranquilizadoras, sino todo lo contrario. Ojalá China y la Unión Europea, nuevos aliados circunstanciales en la lucha ambiental, consigan tranquilizar las aguas después de la espantada del presidente norteamericano, un negociante instalado en la Casa Blanca dispuesto a poner por encima de todo sus negocios y los de su familia.

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