sábado, 8 de julio de 2017

Agustín Millares: la poesía en la calle



Tuve la suerte de conocer muy de cerca a tres grandes poetas de la segunda mitad del pasado siglo: Pedro García Cabrera, Agustín Millares Sall y Pedro Lezcano, tres autores de corte próximo aunque con matizaciones. Todos hemos tenido alguna vez una porción de poeta y una porción de loco, y la poesía es un género literario especialmente brillante cuando es leído con ante auditorios atentos. Así declamaba sus versos Agustín Millares Sall, una poesía de lucha y de proclama, una poesía hija de la represión, una voz rebelde que había que leer entre líneas, escrita con rigor y estética, hija de la tradición, contemporánea de los grandes nombres: Celaya, Otero, Alberti. El pasado 30 de junio fue conmemorado el centenario de su nacimiento, y lo ha sido de la mejor manera posible: lanzando sus versos a los aires en la calle que lleva su nombre, junto al Mercado del Puerto de esta ciudad. Según Jesús Páez, profesor de la ULPGC y autor de una extraordinaria tesis doctoral, Millares fue visceral y fecundo y en su obra distingue varias etapas: la primera formativa y mimética, la segunda social-realista, la tercera social-coloquial, la cuarta lúdico-surrealista y la última metafísico-reflexiva. Y en ese cuerpo están la esperanza y la utopía, el compromiso y la lucha por cambiar la sociedad, la poética del amor y la familia, el deseo de conseguir la libertad y la paz universal. Para Páez, Agustín fue represente de una lírica impura y un referente.

Yo, poeta, declaro que escribir poesía / es decir el estado verdadero del hombre, / es cantar la verdad, es llamar por su nombre / al demonio que ejerce la maldad noche y día. / El poeta es el grito que libera la tierra, / la primera montaña que divisa la aurora, / la campana que toca la canción de la hora, / el primer corazón que lastima la guerra… Estos versos son indelebles, inmarchitables, tienen la frescura y la lozanía de lo que está bien hecho. Pues el poeta se pone sobre sus hombros la piel del pueblo, aspira a la fraternidad. Agustín tiene poemas inolvidables, como La canción de la calle, Contigo, o No vale: Te digo que no vale / meter el sueño azul bajo las sábanas, / pasar de largo, no saber de nada, / hacer la vista gorda a lo que pasa, / guardar la sed de estrellas bajo llave. Dentro de las actuales tendencias de la poesía española sobrevive una Poesía de la conciencia que hereda el espíritu de aquella poesía social de los años 60. Y, a su muerte, Agustín dejó poemas inéditos en los que abordaba su visión de la naturaleza, la ecología, lo lúdico, el amor y la muerte; desde aquel tono realista y luchador de la postguerra el poeta evolucionó hacia temas más existenciales, hacia las cosmogonías, su visión humanista de las glorias y las tragedias de los humanos.

En nuestra charla titulada Cuando la poesía estaba en la calle, que ofrecimos en la Biblioteca Insular del Cabildo de Gran Canaria el 27 de marzo de 2014, nos referíamos a los años de apogeo de la poesía social en España, entre 1955 y 1975 y decíamos que Agustín aportó rigor, musicalidad del verso, energía, vibración. Contundencia. Para mí el mejor Agustín Millares debió ser mucho más conocido fuera, aunque su obra fue algo irregular podemos decir sin complejos que en sus grandes poemas estaba al nivel de Gabriel Celaya, Blas de Otero, José Hierro, Rafael Alberti. No tenía la elaboración digamos literaria ni el intimismo de Vicente Aleixandre pero sí  el instinto del verso, el soneto, el romance, incluso el verso libre, salvaguardando siempre el ritmo, la musicalidad, la sonoridad de la palabra. Practicó la poesía como testimonio y era una voz disidente frente a la falta de libertades. De él me seducen varias cosas: su rabia, su rebeldía, su instinto. Tuve la suerte, recién llegado a Gran Canaria, de frecuentar su humilde casa con J.J. Armas Marcelo, Isidro Miranda y el grupo de Inventarios. Allí siempre fuimos bien recibidos por Magdalena Cantero, allí viví alguna anécdota divertida y también provocativa, como cuando, en una madrugada alcohólica, vimos una pintada frente a su casa que ponía ETA no, y, bajo los influjos del whisky, conseguimos una brocha y se pintó ETA sí; entendíamos que ETA nos podía librar de la dictadura. Estamos hablando de 1972, cuando las primeras acciones de la banda iban dirigidas contra el franquismo y despertaban cierta admiración en la izquierda, no hablamos de lo que luego fue ETA con su actuación sanguinaria y sus cientos de muertos.

Yo destacaría tres poemas: El Yo poeta declaro, que es la segunda parte del poema titulado Saludo, también me entusiasman No vale y La calle. A él particularmente le gustaba mucho su Oda a México, porque México acogió a muchos exiliados de la guerra civil, y entre ellos a intelectuales y pensadores canarios. Eran poemas para generar conciencia, pero por encima de todo eran poemas hechos con una gran belleza, con un gran tino literario. De sus libros, Poesía unánime me parece memorable. Y también sus últimas publicaciones, en las que hay digamos un giro hacia temas más cosmopolitas, más ecológicos, más ambientales. La sociedad había cambiado, ya no era tan necesaria la llamada a la conciencia de las masas y el poeta indaga entonces sobre el cosmos, la esposa, la familia, la amistad, los hijos, la muerte. La democracia parecía asentada, la sociedad cambiaba velozmente, tenía motivos para seguir escribiendo porque en el fondo el poeta, el escritor, es un ser carencial, insatisfecho, que busca la belleza y la trascendencia aun cuando es consciente de que su esfuerzo es en vano. Pero, aun así, siempre seguirá desafiando el folio en blanco y la pantalla del ordenador.

Agustín, el poeta vehemente y fecundo, aun tendría muchos asuntos para lanzar su voz a las calles: las corrupciones de los políticos y banqueros, las consecuencias de la crisis sobre los más desprotegidos, el cambio climático y las actitudes del emperador Donald Trump, las hipocresías de las élites, las guerras del imperio, los indignados, los inmigrantes y los cayucos, la multitud de parados, las contradicciones de esta democracia nuestra, en la que el pez grande siempre se come al pez chico. Recuerdo algún recital de poetas que organizamos en institutos con las voces de Pedro Lezcano, Agustín y Francisco Tarajano, tres nombres combativos  que dieron fe de un tiempo y un lugar. Agustín aportó energía, musicalidad, contundencia, y en sus grandes libros estaba al nivel de Gabriel Celaya, Blas de Otero, José Hierro, la generación de poetas sonoros y rebeldes. Memorable la grabación de su Antología Personal (Centro de la Cultura Popular Canaria) junto a la guitarra de Totoyo. La poesía entendida como habla viva y testimonio, como denuncia y protesta, recogiendo el espíritu de los clásicos: Miguel Hernández, César Vallejo, Pablo Neruda. Poesía que se levantaba frente a la falta de libertades en foros como El Museo Canario, donde la policía llegó a interrumpir un recital de Gloria Fuertes.  Poesía que siempre trataba de levantar esperanzas, iluminar corazones. Pues la misión del escritor debería ser alumbrar la belleza, luchar por la utopía de un tiempo mejor, lanzar un abrazo vitalista a los otros, compartir el afán de  superación ante los reveses de la vida, rescatar el ideal de felicidad y compasión. Personalmente, prefiero uno de sus últimos libros, Segunda enseñanza, poesía con menor tono de protesta, más trascendente y simbólica; es todavía una voz social pero de afán más universalista. En síntesis: Agustín vive más allá del centenario.
(Publicado en La Provincia, suplemento Cultura, 8 de julio. Foto: Agustín con Rafael Alberti)

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