Hay algunas singularidades en el oficio de escribir, como las hay en cualquier otro. La primera es que la necesidad humana que satisface es una de las más intangibles, aunque también una de las más universales: la de saber historias y la de contarlas, es decir, dar una forma inteligible al mundo mendiante las palabras. Una historia, de ficción o no, propone un modelo universal de un cierto campo de la experiencia a partir de la observación de los datos particulares de la vida. Del mismo modo actúa el científico, elaborando modelos teóricos derivados de la observación y la experimentación, que sirvan, doblemente, para explicar y predecir. En las sociedades primitivas o antiguas el mito es el modelo de explicación y predicción de los comportamientos humanos. Nuestra variedad moderna del mito es la ficción, en todas sus variedades, desde las más banales, más toscas, más comerciales y efímeras, hasta las más hondas y exigentes, desde la telenovela y el videojuego a Don Quijote o Moby-Dick o a un cuento de mi querida Alice Munro.
Nos dedicamos, pues, a un oficio más antiguo y más útil de lo que parece. También a un oficio mucho más incierto. Porque en él, y esta es su segunda singularidad, la experiencia no ofrece ninguna garantía, y puede haber una divergencia escandalosa entre el mérito y el reconocimiento.
Quien escribe sabe que ha de dedicar a su oficio tantas horas y tantos años como un artesano al suyo, y que sin esa dedicación no logrará completar nada de valor. Pero también sabe que la entrega, por sí misma, no garantiza la calidad del resultado, porque la experiencia y la dedicación pueden conducirlo al amaneramiento anquilosado y a la parodia de sí mismo. Y también sabe que lo mejor unas veces es reconocido de inmediato y otras veces es ignorado, y que lo que parecía mejor a veces se desmorona al cabo de muy poco tiempo, y que una extraña justicia tardía alumbra mucho tiempo después, sin compensación posible, al talento verdadero que no brilló en vida.
El desaliento ante las incertidumbres del oficio se acentúa más en tiempos de incertidumbres tan amargas como estos. Es difícil hablar de la perseverancia y el gusto del trabajo en un país en el que tantos millones de personas carecen angustiosamente de él. Es casi frívolo divagar sobre la falta de correspondencia entre el mérito y el éxito en literatura en un mundo donde los que trabajan ven menguados sus salarios mientras los más pudientes aumentan obscenamente sus beneficios, en un país asolado por una crisis cuyos responsables quedan impunes mientras sus víctimas no reciben justicia, donde la rectitud y la tarea bien hecha tantas veces cuentan menos que la trampa o la conexión clientelar; un país donde las formas más contemporáneas de demagogia han reverdecido el antiguo desprecio por el trabajo intelectual y conocimiento.
Aun así, y dejando las responsabilidades de la ciudadanía en el lugar que les corresponde, el único remedio aceptable que conozco contra el desaliento del oficio es el oficio mismo. Escribir poniendo artesanalmente en cada palabra los cinco sentidos. Escribir sin concederse la menor indulgencia. Escribir aceptando y disfrutando la soledad y agradeciendo el entramado de otros oficios fundamentales que lo convierten en uno de los oficios menos solitarios y más colectivos del mundo, como es solitario y colectivo el del músico y el del científico; agradeciendo el oficio del editor, del corrector de pruebas, del traductor, del librero, del crítico, el de otros escritores de los que uno aprende admirándolos, el oficio del que enseña a leer y del que trasmite en un aula el amor por la literatura; agradeciendo el oficio más placentero de todos, que es el del lector. Escribir con el miedo a no tener lectores y con el miedo a perderlos, sobreponiéndose lo mismo a los elogios que a las heridas. Escribir porque a pesar de todas las negaciones y las imposibilidades la escritura, como cualquier oficio, es sobre todo un acto de afirmación. Escribir porque sí.
Sin comentarios, genial, como casi todo lo que escribe.
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