Le había llegado el
runrún pero resultaba difícil distinguirlo de tantos otros, unos ciertos y
otros para confundir.
El
rumor decía que gente de buen ver preparaba una expedición. Habían comprado una
de aquellas antiguallas y metieron veleros en las lonas, calafateros en
cubierta, carpinteros en el sollado, marinos en obenques, rabizas y varetas. Lo
raro era que desearan echarse al agua y –sobre todo- que compartiesen la
confianza con muertos de hambre como él.
Sin
dinero y sin papeles, sin haberlo siquiera meditado, un lance de suerte hizo
que yo me incorporara a la expedición en el último momento. Todo fue porque un
domingo salí de casa a comprar el periódico, por si había luchadas. Y en el
parque me lo comentó un pariente:
-¿Sabes?
Tenemos un barco y lo estamos arreglando.
Yo
no salía de mi sorpresa. Me comentaba sobre las reparaciones y los que se habían apuntado; todo saldría
bien.
-¿Te
vienes con nosotros?
Me
quedé alelado, sin saber qué decir. Pues me
lo soltó así, casi sin querer. Como si no tuviera la menor importancia,
como si no pudiera cambiar una vida. Apenas quedaban tres días, en los que ni
dormí ni pude hacer otra cosa que soñar despierto. Yo ni había ahorrado una
perra chica ni se me había pasado por la cabeza el objetivo de partir. Ni
siquiera conocía a Toribio, aunque uno como él se bastaría para embullar a
cuantos guardasen el menor reparo, incluidos veinte como yo; si había rehecho
su lista tantas veces nada podría
pararlo.
Al
fin entregó la relación con los que habían vendido sus cachitos de tierra y sus
animales, los que aseguraron con cordel la maleta familiar ya viajada a
Santiago y La Habana.
Dio
las normas para el encuentro. Y cada cual llegó a su manera, subiéndose a los
coches de hora, apiñados en las camionetas, andando los caminos reales.
De
noche cerrada nos fuimos juntando en los callaos. La brisa era fresca cuando
sentimos el motor de la falúa y al ver movimientos de linterna se nos alegró el
corazón.
¿Subiría alguno por las bravas? Ya había ocurrido, y volvió a suceder
delante de mis narices cuando un municipal y el guagüero que nos había traído
amenazaron con denunciar, y fueron tan contundentes Armando y Ceferino que nadie
rechistó.
Así las cosas, Toribio
se impuso para mandar por delante a mujeres y niños; subimos los de la primera
tanda y éramos tantos que la ola casi entraba por la borda; muchos se mareaban
pero a mí la mera idea de la marcha me alegraba como un chiquillo.
Con marejada era difícil
subir, claro que el ingenio ha de vencer la dificultad y por eso los marinos
acomodaron la cubierta con sacos de paja y serrín, y la motora acompasaba su
movimiento mientras dos hombres izaban a cada cual, uno por las manos y otro
por los pies balanceaban al pasajero hasta hacerlo volar arriba y adentro.
Al ser más alto el
velero resultaba difícil la maniobra pero tuvimos que someternos, de modo que
ni siquiera Toribio se libró de ser levantado a peso: era magro de cuerpo como
casi todos y aunque cayó como una piedra tuvo tiento para amortiguar el golpe;
lo peor ocurriría con el barbero y su mujer, los de mayor corpulencia y los que
pusieron más inconvenientes. Ni siquiera la chica embarazada pudo librarse,
claro que en la oscuridad ni nos dimos cuenta de su verdadera condición. Hasta
dos cabras traídas por un chico larguirucho pasaron la prueba; lo peor fue la
bulla.
Me sentí zarandeado, el oleaje sacudía con tanta
fuerza que el primer aprendizaje fue el de inmovilizarse. Nos apretábamos
contra la tablazón y teníamos que caminar como patos, las piernas abiertas, los
brazos en guardia.
Apretujados como
sardinas, procurábamos no acercarnos a la borda, por ser de tan poco resguardo.
Las cabras balando y
nosotros desencajados y quejosos mientras el grupito de mujeres se comportaba
mejor; como si estuviesen más hechas para la adversidad apenas se lamentaban,
ocupadas en guarecer a los niños o en protegerse a sí mismas; ellas tragándose
suspiros, nosotros con blasfemias.
Dado que los enemigos no
andarían lejos sólo hubo tiempo para izar las velas, menos mal que los marinos
eran capaces de hacer la maniobra hasta con ojos cerrados.
Luces de posición ciegas
cuando bordeamos la costa, en busca de las cuevas donde habían escondido las
provisiones. Dieron orden de no encender cigarros. Pero ¿cómo prenderlos si
vamos lamentándonos de los golpes, el bandeo y el cabeceo?
Al llegar echaron el
ancla y desembarcaron el bote del pescante. Se reunió otro grupo de pasajeros,
entre ellos un joven médico. Toribio y los marinos buscaban la comida pero
cuanto más reconocían el terreno más gritaban:
-¡Nos robaron!
Silencio y desolación al
sabernos despojados. Todo en contra. ¿Y qué hacer ahora?
Nos invade una primera
angustia al saber que podremos pasar hambre. Pero no hay tiempo; levan el
ancla, izan hasta las velas más pequeñas para coger impulso.
Con brisa fuerte nos
jugaremos el todo por el todo, aun a riesgo de escorar no existe otro remedio
que soltar trapo y salir zumbando.
-¡Alto!
Llega esa orden como
si un rebaño de lobos nos hubiera estado
acechando desde hace días. Fieras entrenadas en seguir rastros nos han husmeado
en medio de las sombras.
Surge una pareja de
guardias y como un latigazo vuelve a
resonar esa voz:
-¡Alto a la autoridad!
El enemigo tras nuestros
pasos repite la requisitoria mientras tratamos de aprovechar el norte.
Quisiéramos cerrar los
ojos y creernos el caballo Pegaso surcando el cielo con sus grandes alas cuando
suenan disparos de mosquetón; ojalá nos arrastrara una hélice, ojalá nos
llevase un remolino pues hemos de salir del campo de tiro de la orilla, virando
hacia alta mar desde poniente comprobamos que se aproximan luces y al poco
sentimos el aluvión de la patrullera con sus máquinas a todo vapor; ululan sus
altavoces, mandan órdenes para que nos detengamos, nos advierten de las
consecuencias a que nos estamos exponiendo.
Sólo el silencio de nuestras bocas y el vértigo de nuestras mentes, un
nudo en la garganta, una patada en el estómago, la comezón en carne viva. Pero
gracias a la destreza de los marinos mantenemos la ventaja. Vamos sumergidos en
la bodega, tensos los músculos para alcanzar aguas internacionales; como
aldabonazos en las sienes suenan las detonaciones, balas de repetición rozan
nuestras cabezas, se incrustan en los aparejos, se pierden en el agua.
-¡Alto en nombre de la
ley!
El viento salvador nos
lleva en volandas; unos segundos más y estaremos fuera de tiro.
Partimos
sin volver la vista atrás, salvados de trocarnos en estatuas de sal.
A
veces el mar tramposo deja que se entreabra una compuerta.
A
veces el mar traicionero se deja querer.
Y
entonces aprovechamos para huir.
(Fragmento de la novela “El velero
Libertad”, Baile del Sol y Ediciones Idea)
Un libro magistral, Luis.
ResponderEliminarUn abrazo.
Antonio.
Gracias, Antonio. Siempre estás ahí.
ResponderEliminar