Después
la modorra de los semáforos, los cruces con guardia, los bazares abigarrados de
los indios y una multitud de turistas que quisieran llevarse hasta los últimos
falsos souvenirs. Quizá fuera –como pensó luego– junto a la Plaza de la Feria
cuando se produjo la aparición: ráfaga que cruza su piel, se apoya en su
antebrazo, llega a rozarle los labios arañándolo de frescor. No sabía su nombre
pero creyó escucharlo como un eco entre los vapores de gasoil y los pitidos del
guardia que ordenaba la marcha. A su lado se escurrió la mujer rubia, casi
albina, que dijo: I beg your pardon
mientras arqueaba los ojos y fruncía la boca en un tic pícaro. Y –de pronto– al
llegar a Alcaravaneras sonó el aviso de parada.
Vio
al otro lado de la cristalera la playa rebullendo de quitasoles, una turba
confusa en el agua: matronas exuberantes y chicuelos tiznados revolcándose
sobre la arena sucia, cerca de cubos de basura repletos de moscas. No era
todavía su parada pero de pronto se vio escabulléndose de brazos y piernas en
la fila que se dirige pesadamente a la salida, y se supo en el suelo tras la
figura de mujer que le había pedido perdón: una silueta seguramente hermosa,
venida de otro universo de verdor perenne, sin moscas verdes ni callejuelas
reventadas de excrementos, sin vocerío de chiquillos ni ese polvo del Sahara
que abrasa los bronquios.
A
pocos metros está el paso subterráneo: bajó con un par de zancadas y se le hizo
insoportable exponerse de nuevo a los 38 grados que marca el termómetro a la
hora de la siesta; estaba soñando horribles pesadillas de las que despertaba
encharcado en sudor porque una tormenta de meteoritos sepultaba las cimas
centrales, los picachos que coronan las calderas, el Nublo y el Bentayga, las
cuevas de los guanartemes y los llanos que conforman las pequeñas mesetas sobre
los desriscaderos.
El
pasaje bajo la avenida olía fatal, meados y caca de perro, pero la siguió. Supo
que iba delante porque maldijo al hundir su zapato en un charco de orín.
Sorprendentemente, era un inglés de bajos fondos, cockney de la red de tabernas junto al Támesis en las que muchos se
emborrachan entre música y canciones.
Después,
nada más. Tal vez un chasquido imperceptible, como el desgarro de un ala en la
pared (no un pliegue de tela, algo más metálico). Inconsistente, de todas
formas.
“Si
entra en los apartamentos, la sigo”, pensó. Justo trasponía el pasadizo cuando
él lo iniciaba, unos metros detrás.
Al
otro lado había quedado el trajín portuario, el tránsito loco de la autovía. Y
aquí arriba Lucecita guiñándote un ojo desde el quiosco de revistas, en cuyo
interior una mujer de luto ojea con displicencia las fotos de las familias
reales, está ausente, no levanta la vista, no ha sabido nada. Los cuatro
borrachines de siempre en el bar donde fríen pescado fresco. Perros sin dueño
frotándose en los bancos de piedra de la plazoleta, y el barbero sin clientes
absorto en la crónica del partido, y el pastor de la iglesia baptista esperando
a sus escasos fieles.
Las
16.20 en el reloj. Va, pregunta: la mujer le mira sin siquiera levantarse del
taburete. El barbero, sorprendido: que si le hace un corte a navaja. El pastor
protestante: ¿qué le ocurre, hermano? Figuras de cera. Llega renqueando un
nuevo componente: pescador de unos 60, encorvado sobre su sombra, con una bolsa
de pulpos. Sigue de largo arrastrando los pies.
Las
16.25 y sin resolver nada. Solo ve esa pared encalada de las casas terreras de
los marinos, desconchadas por los años y el abandono. Todo ocurre en segundos:
Enmanuelle lo mira fijamente desde la portada del Interviú, ah revelación;
arranca la revista del estante, la vieja chilla, aparece un policía municipal.
Corre hacia él, se enfrenta, lo zarandea, está a punto de perder el equilibrio.
Llama por el transmisor, está inmovilizado, lo introducen en el asiento de
atrás, le colocan las esposas. Aun Sylvia Kristel consigo: es ella, al fin está
entre sus brazos con su mirada cómplice, su cuerpo largo y desnudo como la
brisa.
(1972, cuento integrado en el libro "El Mar de la Fortuna)
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