viernes, 31 de enero de 2014

Javier Sádaba: Dios, el deseo, la muerte

¿Tiene sentido la vida?, se pregunta el filósofo Javier Sádaba y la conclusión de este escéptico es que la vida no tiene sentido pero hay que vivirla a fondo. Un asunto que preocupó a los pensadores: unos hablaron de Dios como esperanza redentora, otros insistieron en el absurdo de la vida, los de más allá se refirieron a la angustia existencial, algunos adoptaron el estoicismo que ni sobrevalora los triunfos ni se deprime por las derrotas, la mayoría adoptó el dinero como nuevo dios. Las religiones son un invento de cada civilización, y al revés, y son útiles en la medida en que predisponen a recibir mejor la muerte. En este sentido, proporcionan cuidados paliativos contra el malestar que significa la enfermedad, la vejez, el final. Albert Camus era un desesperado y Sádaba propone un cierto retorno a las tesis de Hebert Marcuse, aquel filósofo alemán y marxista que leímos en la universidad. Decía Marcuse que la represión del erotismo hace daño a la sociedad. Entonces no hay que negarse sino abrirse al placer, elogiar el deseo como instancia humana básica y luchar contra el dolor y el sufrimiento, lo cual encaja con el budismo. Dice Sádaba que conviene no negarse a ningún placer, pero es necesario autorregularse pues hay que equilibrar placeres y sufrimientos.

El deseo constituye la base impulsora del arte y la cultura, toda creación humana nace como sublimación y es producto de la apetencia por algo trascendente: el deseo de inmortalidad, del paraíso celestial, de capturar la belleza, de obtener bienes materiales, de la fama o el amor. El deseo nos mantiene en vigilia activa durante la travesía vital. Desde los griegos Eros era el motor del mundo, el dios de la pasión. Tomó forma de niño, a veces con alas de ángel, un Cupido que hiere con sus certeras flechas. El deseo fue considerado tan benefactor que los hombres lo adoraron y el arte creció como exaltación del mismo. Si se deseaba cazar, se dibujaba la presa en la cueva; si se deseaban amor y fecundidad se esculpía una de esas Venus de grandes curvas, entre nosotros el ídolo de Tara en Telde. El arte y la literatura se impregnaron de erotismo pero la religión cristiana alzó el tabú, tiñendo de perverso todo lo relacionado con el deseo. Pero la amenaza del infierno y el estigma del pecado realmente lo hicieron más apetecible. En Oriente escribían el Kama-Sutra, en el Islam se popularizaban los relatos de las Mil y una noches, frente al poder de la Iglesia se divulgaron El Decamerón y otras piezas galantes, ventanas de libertad comparables a la tolerancia sexual del carnaval.

Marcuse fue uno de los inspiradores de Mayo del 68. Filósofo del grupo de Frankfurt con Adorno y Erich Fromm tiene razón en lo fundamental: la sociedad misma no hubiera existido sin el estricto código represor del deseo, así como tampoco la economía, ni la pintura, ni la literatura, ni el cine. Un cabeza de familia con una sola mujer, un soldado para la guerra, un contribuyente para pagar los impuestos al césar, un agricultor para cultivar los campos y un padre para educar los hijos en el seno de una familia que teóricamente no ha de permitir transgresiones, ni la infidelidad ni el incesto: esto lo dictó como norma la disoluta Roma tan amante de los placeres, y se ha mantenido en pie veinte siglos. Pero qué poderoso es el deseo que, por negarlo, surge la civilización y se arraiga el progreso, mientras los humanos acarician sus fantasías, para lo cual hipócritamente se fabrican una moral más tolerante.

Y ahora en nuestro mundo judeocristiano, con el rápido proceso que las sociedades han emprendido para alejarse de los poderes religiosos, aunque no tanto de la vivencia religiosa, el deseo se manifiesta tan libre y abundante que tiende a trivializarse y el placer se convierte en objeto de consumo inmediato. Claro que el hedonismo extremo es tan regresivo como la violencia primaria de la tribu. Sádaba promueve pequeños placeres: una copa de vino, un viaje, una cena con amigos, escuchar música. Puesto que la vida es nuestro único patrimonio en este mundo, el vivirla de la manera más plena posible debe prepararnos para asumir la muerte como parte de un proceso natural e inevitable, el destino de todo lo creado. 
(Periódico La Provincia, 30 de enero)

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