Voy a contarles un
cuento antiguo. El Time es un farallón, una pared que cierra el valle de
Aridane por el oeste, este vocablo significa lugar elevado, risco. Desde el
mirador se ve el maldito volcán de Cumbre Vieja, el más largo y destructivo, un
infinito daño en casas, carreteras, colegios, farmacias, iglesias, cultivos de
platanera y aguacateros, etc. Mucha gente lo perdió todo.
Desde el Time vemos las
montañas coronadas de pinos, los barrios que han desaparecido y el litoral, las
plataneras e invernaderos arrasados por el río negro, la costra del diablo.
Desde donde vivíamos, en la calle Cabo, mi abuela afirmaba haber visto aquella
luminaria misteriosa. Ella confesaba también con toda naturalidad que de noche,
si salía a beber agua en la talla del patio, solía tener conversaciones con su
hijo Gregorio, el que había muerto en la batalla del Ebro. Le daba consejos, le
decía que se cuidara en esos montes del frío, y que buscara una mujer limpia y
hacendosa. “Guárdame la guitarra”, le decía Gregorio. “Está donde mismo la
dejaste, en el velador. Nadie la toca desde que te fuiste”. “Vete con Dios”, le
decía cuando terminaban de hablar. Y también contaba que, antes de casarse,
había asistido a reuniones de brujillas que bailaban a medianoche en Tenerra
mientras tocaban violín y acordeón.
Esa luz es muy antigua
y no era ilusión sino que era tan verdad como la luz del sol, decía. Y recitaba
unos versos algo torpes que había garrapateado en papel de estraza con su letra
temblorosa, y que lamento no haber conservado aunque creo que comenzaban así: “Por
el Time hay un candil / que se mueve muy deprisa / cada noche lo ven mil /
desde el barranco a la cima…” Todo surgió de esta manera: una noche sin luna
una madre y un hijo intentaban regresar a Tijarafe. No había sino caminos de
cabras, la vida era difícil, siempre pendientes de si la lluvia salvaba el
secano. La noche hacía tropezar a los dos caminantes y divisaron una cruz que
debía recordar a alguien desriscado por aquellos andurriales. La madre
desmembró las maderas, las transformó en un hacho con el que consiguieron
alumbrarse para subir la empinada travesía. Pero esto no fue en vano. Al poco
tiempo, mientras recogía pasto, la mujer se cayó por un precipicio y perdió la
vida. Y desde entonces su alma busca reposo subiendo y bajando velozmente, sin
cansarse. Por eso quien lo contempla debe persignarse y rezar un padrenuestro.
Cuando fui mayor pensé
que el fenómeno podría tener distintas explicaciones. Los fuegos fatuos
existen, se producen por cadáveres en descomposición. O porque una cabra o un
perro se despeñaron y en el proceso de putrefacción se originaban esas luces y
gases que el viento traía y llevaba de acá para allá con mucha rapidez. Fuera
como fuese, la luz del Time quedó en la memoria de la isla rural.
Cuando se extendió la
electricidad, la carretera fue asfaltada y llegó la televisión, nadie volvió a
ver aquella luz fantasmal. Como si los misterios antiguos fueran fruto de los
años del hambre, o porque el mundo está tan patas arriba que nadie iba a
entenderlos. Ahora, con el maldito volcán, desde el atardecer miles de coches
han subido hasta El Time para contemplar las coladas rojizas que iban
devorándolo todo. Esa gente ni siquiera sabía que por allí vagó una luz de muertos.
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