Hubo un año de boatos oficiales
por el cuarto centenario de la publicación del Quijote, pero sigue planteada la
duda de si todo el espectáculo sirvió para algo socialmente útil, por ejemplo
para que la gente lea y conozca aunque sólo sea por las solapas el más
universal de nuestros textos. Los políticos y asesores una vez más han inflado
presupuestos para saraos y divertimentos con tal de salir en la foto, y ya
está. Seguimos siendo un pueblo con un perfil cultural bajo, y probablemente la
única solución para que la plebe aprenda sería que dentro de la bazofia de la
telebasura las famosillas y los famosillos se insultaran lanzándose frases de
la novela, eso sí: con mucho griterío y a ser posible largando algún que otro
guantazo. Por otra parte ya se sabe que –además de los programadores de
televisión- los peores enemigos del adelanto en la ilustración de las masas son
los funcionarios de la cultura, aquéllos que entienden que la cosa sólo va de
reparto de subvenciones y golpecitos en la espalda a los amiguetes. El difunto
Miguel de Cervantes no gozó ni de una cosa ni de la otra; tuvo una vida
crucificada aunque cuatro siglos después lo ampara la gloria. Y en La Mancha
tenía que ser donde imaginara las andanzas trágicas, filosóficas y cómicas de
sus personajes. En ese páramo horizontal de ríos sin agua entre leves
ondulaciones, cultivos de secano, cereales, viñas y olivos, en esa tierra de
nadie donde la gente casi ni está y donde es fácil sentir la insularidad dentro
del continente.
En efecto,
La Mancha es una especie de isla invisible como San Borondón, donde los perros
dormitan a la entrada de los caseríos y donde las almas en pena nos recuerdan
los cuentos de Juan Rulfo. Rosario Valcárcel y yo recorrimos varias veces los
pueblos cervantinos, nos encontramos que muchos de ellos ni estaban señalizados
debidamente, apenas había huellas de los hitos marcados en el gran libro. Las
lagunas de Ruidera, Puerto Lápice, Campo de Criptana con sus molinos, igual que
Consuegra, El Toboso, Pedro Muñoz, Argamasilla de Alba con su famosa Cueva de
Medrano donde la tradición dice que estuvo preso Cervantes y allí escribió El
Quijote. Además, nos sucedió también que varios profesores norteamericanos que
seguían la misma ruta sabían más del Quijote que cualquiera de nosotros. La
España pobre y negra de otros tiempos sale al encuentro del caminante con su
carga de ignorancia, de milagrerías imposibles, de politiquerías vanas, de crueldades
y renuncias.
En definitiva,
La Mancha es viva imagen del país y aguarda una redención complicada, allí se
asienta un conjunto de hidalgos venidos a menos y de Sanchos enriquecidos por
los servicios turísticos de la noche a la mañana, un pueblo de insolidarios en
el que cada cual se las ventila a su aire. Puede que el vasto territorio de
soledades por donde se pierde Don Quijote, constituya una parte del alma de
este pueblo de tendencias toscas que todavía casi ni se reconoce a sí mismo
salvo en las peleas de la tribu: ahora mismo nadie quiere ser español de la
misma manera que resulta difícil aceptar la bandera rojigualda por venir con la
carga de muertos de una guerra civil. Al otro lado, los anglosajones manejan al
dedillo las citas del gran Shakespeare, como si fuesen salmos de la Biblia, y
nosotros seguimos siendo amigos de la escasa lectura y por consiguiente de la
ignorancia.
El
gran Agustín Espinosa dijo que cada una de nuestras islas es “la isla de las
maldiciones”. Una imagen negativa de Canarias cuando padecíamos el doble o el
triple aislamiento, solo había pobreza y un velero clandestino para salir
huyendo a Venezuela. A buen seguro que en la apreciación de Agustín Espinosa ello
influyeron los graves acontecimientos que le tocaron vivir al mejor de los
escritores surrealistas de España: guerra civil, pérdida de derechos, muerte
prematura. Fue una época de imprescindibles convicciones: todo aquel que no se
enfundara la camisa azul de la Falange tenía medio pasaporte al otro mundo, es
decir: a ser arrojado a un pozo seco, a una Mar Fea, a una cuneta de una
carretera sin nombre tras recibir una bala en la sien. Ahora que nos visitan
millones y millones de turistas, cuando a pesar de la crisis el nivel de vida
se ha elevado tanto, aquí en la isla Don Quijote y Sancho son espejos de
nosotros mismos: grandezas y debilidades, corrupciones y sueños. Menos mal que,
más allá de las ambiciones y las trapisondas de nuestros políticos, San Borondón
es invisible e indivisible, mágica e ingobernable como una Ínsula Barataria
cualquiera.
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