Una de las cosas que más me gustan es ir a casa
del abuelo Tito, que vive en las medianías, casi arriba en el puro monte, por
donde andan los mirlos, los cernícalos y las grajas. Ya no hay ganado suelto,
no todas las huertas se cultivan, la mayoría de los frutales están perdidos
porque los viejitos se han ido muriendo y la gente nueva no tiene excesiva
afición a coger la guataca. Una casa muy antigua, con humedades y tejas
desconchadas, que el abuelo todavía repasa con maña antes de cada invierno. Y
la huerta donde siempre ha plantado sus papitas, sus habas, sus verduras. Ya
tuvo que vender otras tierras por no poderlas atender, y es que el abuelo se
quejaba de que nadie quería quedarse a trabajar en la huerta porque sus tres
hijos se habían ido de la isla a esos mundos de fuera. Aunque uno de ellos, mi
padre Fabián, volvió al cabo de los años.
Por eso ahora tengo cerca al abuelo que sabe
muchas cosas del Estado Guárico, donde plantaba tomates gordos como puños.
Luego allá empezaron las revoluciones y los disgustos, y acabó volviendo. “No
quiero que me secuestren, pues aunque apenas tengo unos bolívares pueden pedir
rescate de cualquiera”, eso decía. Volvió a la isla donde nació, con mucha
alegría rescató la casa de los antepasados, arregló tuberías, puso cocina y
baño, reparó lo que tenía que reparar, que era mucho. Y dijo que aquí se
quedaría hasta el final. Siempre le gustaron los animales. Y un día vio en la
huerta una graja pequeña, casi una cría, que no podía volar. Tenía el plumaje
negro, muy oscuro, y el pico era amarillo ya que todavía era pequeña. Como
llegó hasta allí nadie lo sabe, pero lo cierto es que el animal cayó en buenas
manos.
El abuelo le acercaba frutos y gusanos, y ella
se iba dejando querer. Poco a poco el abuelo consiguió que cogiera la comida de
su propia mano. Y aunque el perro Nino y la gata Lucy protestaban por la
intromisión del nuevo inquilino de la huerta lo cierto fue que acabaron
aceptándose los tres. Es cosa de prodigio ver a la graja con su pico
escarbándole las pulgas al perro y jugando a picotear a la gata. También me
llama la atención ver al abuelo contemplando la televisión con el perro y la
gata a sus pies y la graja posada en su hombro. Debe ser porque la tele les
parece aburrida, tanto el perro como la gata y la graja acaban por dormirse. Ojalá los humanos pudiéramos entendernos tan fácilmente como lo hacen entre sí los animales.
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