Desde la pantalla de su ordenador se asomó al inmenso vacío que sin embargo aparecía repleto de entidades con distinto grado de luminosidad. Manejando el zoom y los mandos arriba y abajo, a derecha e izquierda, pudo adivinar el universo, ese telón de fondo oscuro con infinidad de soles, planetas, constelaciones. Pensó en el Big Bang, la explosión generadora de tantísimos cuerpos celestes, los agujeros negros, la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica.
Navegaba entre cien millones de estrellas y doscientos millones de galaxias, imágenes de alta resolución obtenidas por telescopios y satélites. Una experiencia increíble, obnubiladora. El espacio exterior es una desmesurada mancha en la cual yace la energía junto a boquetes de antimateria, túneles, constelaciones, galaxias, astros de gran potencia, estrellas de neutrones, nebulosas, cometas, meteoritos, asteroides.
Algún día habrá de emigrar la raza humana cuando vivir en la Tierra ya sea insoportable. ¿En cuántos mundos hay gente parecida a nosotros, con la que podamos compartir el peso de la soledad?
Se sintió insignificante, extraviado. La tentación de preguntarse por todo. ¿Qué terrible explosión pudo generar esa infinitud y cómo evolucionará?
No conocía la teoría de la relatividad, ni la mecánica cuántica estaba al alcance de su mente. Tampoco le resultaba fácil comprender que en el universo existen cosas tan pequeñas que miden la millonésima parte de la millonésima parte de un milímetro.
Como el universo se halla en permanente expansión, se preguntó de qué manera redefinir el tiempo y el espacio. ¿Si alguien pudiese desplazarse a la velocidad de la luz, a trescientos mil kilómetros por segundo, podríamos retroceder a las civilizaciones perdidas?
Enredado en palabras poco usuales –los quarks, las partículas subatómicas, los gravitones, fotones, gluones, bosones- llegó a la conclusión más elemental: se hallaba perdido.
Su mente incapaz de ver en tal maraña. Solo, ante el umbral, abrió la ventana de su habitación. No conseguiría dormir hasta bien entrada la madrugada. Descamisado, miró a lo alto y apenas distinguió un lecho en el que brillaban unas pocas estrellas. Creyó entonces que cuando las mujeres tuviesen sus hijos arriba en el espacio estarían fundando una nueva especie condenada a no regresar jamás a la Tierra. En ausencia de gravedad, los humanos prescindirán de sus inútiles piernas, no necesitarán aprender a caminar erguidos puesto que se harán expertos en flotar, y por ello adoptarán aletas, colas y branquias como si fuesen delfines. Tan similares a los peces que regresan al origen.
Tales pensamientos no le aclararon gran cosa y no quiso darse por enterado cuando sintió picor. Era una lata: no lograba alcanzar su pequeña y encogida aleta adiposa para rascarse.
(De “Los dioses palmeros”)
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