Siempre había ramos de flores ante las cruces de los accidentes. En Grecia, al contrario, ponen un altarcito con un icono y aceite sólo cuando ha habido suerte, sin muertos.
La gente atravesaba la vía desafiando el peligro. Fue necesario que hubiese un par de víctimas más, primero fue un viejo alcoholizado. Como era de otro país, nadie se movilizó. Otra cosa sucedió cuando atropellaron a Sheila, una chica de quince años; no murió pero quedó paralítica de medio cuerpo. Fue lo peor que le podía suceder, opinaron muchos.
A la vista de que el ayuntamiento no tenía fondos –habían transcurrido siete años y aún el juez continuaba sus investigaciones sobre la corrupción de anteriores concejales- el paso de peatones elevado sobre la avenida fue financiado por un banco. Patética fue su inauguración, el cura echando sus oraciones con agua bendita antes de ser colocada la placa y los ediles con su estúpida solemnidad.
Hoy, tantos años después, alguien continúa colocando ramos en memoria de las personas que allí perdieron la vida.
Los parientes de los difuntos creían que las almas de quienes habían encontrado allí la muerte seguían rondando. Por eso reponían las flores, para que se supieran que nadie los olvidaba.
Lo raro consistía en que al instante se marchitaban, como si las hubiesen olido hasta la extenuación y los difuntos se alimentaran con su néctar.
A él, que había perecido justo hacía una semana cuando un todo terreno arremetió contra su pequeño coche de segunda mano, su madre aún no le había puesto las flores ni la cruz conmemorativa en el lugar exacto. Por eso mostraba su gran malestar, no lograba reposar en aquel nicho tan húmedo.
(De "Los dioses palmeros", relatos)
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